Eva es una incansable abuela de 66 años con un elevado sentido de responsabilidad. Por las tardes acostumbra a recoger a sus dos nietos de la escuela y los alimenta todos los días mientras sus padres trabajan. Ese día no le fue del todo bien, empezó a sentir una sensación desagradable en el área del oído izquierdo, algo molesto que le distraía y la inquietaba. En un principio trató de no ponerle atención, pero el escozor y la molestia se hicieron más frecuentes y no las podía controlar. Al siguiente día, le aparecieron discretas manchas rojas en la mejilla izquierda que fueron acentuándose en el atardecer y ya cerca de la noche, empezó a notar unas pequeñas ampollitas sobre las manchas. A estas alturas, el escozor ya era más frecuente y el área del ojo izquierdo empezó a hincharse y arderle. Ella trató de no darle mucha importancia, creyó que era uno de esos achaques de la edad que pronto se reducirán con algún ungüento. Pero ya en el transcurso de la noche todas las molestias se acentúan y entonces, ya preocupada y ansiosa decidió pedirle a Ana su hija que la llevara al doctor al día siguiente.
El doctor la examina cuidadosamente y nota una ligera parálisis en el lado izquierdo de la cara y una caída de los labios; lo cual le confirman un diagnóstico de herpes, un contagio viral. Le receta unos analgésicos y aciclovir, un antiviral y le recomienda reposo y relajación durante 10 días; lo cual desagrada e inquieta a Eva.
A los 6-7 días de la visita al doctor, los dos nietos tienen dificultades para levantarse, se sienten desganados, con ligero dolor de cabeza, la garganta irritada, los ojos llorosos y una fiebre incipiente. Ana los reporta enfermos a la escuela y decide dejarlos al cuidado de Eva. Sin embargo, horas más tarde la abuela le comunica a Ana que ambos pequeños tienen fiebre y manchas rojas en todo el cuerpo. Ana regresa a su casa para llevar a sus hijos con el doctor; éste después del examen los diagnostica con varicela, también llamada chickenpox aunque en el ambiente médico también se le conoce como shingles. De inmediato se establece el antecedente del herpes de la abuela y la varicela de los nietos.1
A los pocos días, Ana se enteró de que varios compañeros de sus hijos habían adquirido la infección, todos presentaron los mismos síntomas y también recibieron el mismo tratamiento; era su primera ocasión que se habían infectado con el virus VZV.
Posteriormente, la abuela y todos los pequeños se recuperaron en forma satisfactoria; éstos últimos habían adquirido la inmunidad contra la varicela; no se volverían a enfermar; sin embargo, no podría decirse que se habían librado del virus, ya que éste literalmente se escondió en las células del nervio trigémino y las áreas adyacentes de cada uno de los pequeños y ahí permaneció por meses o por años.
Los virus se habían inactivado, es decir, no podían reproducirse, pero ahora sus ácidos nucleicos se habían integrado al genoma de cada uno de los pequeños y seguían duplicándose al mismo ritmo de las células nerviosas. Los virus seguían en el cuerpo de los infectados, pero no causaban ninguna enfermedad, gracias a que su sistema inmunológico impedía que se volviera a manifestar la infección. Luego entonces, surgió la pregunta: ¿qué sucedió con Eva la abuela?
Ella simplemente tuvo una baja en su sistema inmunológico que le permitió a los virus reactivarse, es decir volvieron a reproducirse; pero esta vez no causaron la varicela sino el herpes, que es un contagio muy fastidioso que puede manifestarse con una sintomatología muy incipiente o presentarse en una forma muy agresiva, causando serias dificultades a los infectados.
Los síntomas característicos del herpes son:
- Parálisis del lado izquierdo de la cara que puede durar un tiempo indeterminado, en algunos casos la inmovilidad tarda semanas, meses o años en recuperarse, no se sabe la razón.
- Caída (inmovilización) de la porción izquierda de los labios.
- Molestias visuales en el ojo izquierdo y disminución de la capacidad auditiva.
- Comezón corporal que se desarrolla en la espalda media en forma de cinturones o tiras que corren hacia el centro del tórax. Por esta razón, se dice que tienen la forma de una culebrilla. Existen altas concentraciones de virus en estas tiras.
Como se puede apreciar, este virus presenta dos ciclos de vida, en uno se activa y reproduce; mientras que en el otro se resguarda esperando una mejor ocasión para reactivarse. Esta peculiaridad evolutiva es verdaderamente formidable pues le garantiza al virus una presencia perenne, mientras dura nuestra existencia. Se supone que nadie se libra de la varicela y por lo consiguiente ni del herpes tampoco. Para complicar más las cosas, existen varios tipos de herpes, todos con diversas peculiaridades; entre ellos hay uno del tipo sexual que presenta características disímbolas y poco comunes.
Está demostrado que no existe una causa determinada para que el virus se manifieste, aunque el factor determinante es siempre la pérdida o disminución de la protección inmunológica. Aunque también pueden influir en menor grado: la edad avanzada (después de los 60), el estrés, el periodo menstrual, una alta temperatura, un resfriado, etc. etc. Obviamente, el sexo femenino es más susceptible al contagio. Afortunadamente, el virus aunque problemático, no llega a ser fatal; es nuestro parásito perfecto que nos utiliza y domina pero no nos elimina; nos es fiel hasta la muerte.
REFERENCIAS:
- Crawford, H. Dorothy., The Invisible Enemy. Oxford University Press, 2000.
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