Algunos estudios del cerebro sugieren la existencia de alguna parte de él donde está definida nuestra personalidad. Imaginar eso resulta fascinante: la esencia, y lo que nos distingue del resto de los seres humanos se concentra en algunos milímetros cuadrados de masa gelatinosa.
Aún en la actualidad el funcionamiento del cerebro humano entraña enormes misterios que todavía tomará tiempo desvelar por completo. Durante la mayor parte de la historia poco o casi nada se ha sabido acerca de funcionamiento y de la manera en que a partir de la evolución llegó a las dimensiones y funcionalidad del hombre moderno.
Puede decirse que la ciencia comenzó a acercarse al cerebro hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando el fisiólogo suizo Albrecht von Haller observó los nervios bajo una lente. No fue poco lo que éste hombre descubrió. Antes de él “se creía, como nos lo explica Detlev en su obra Vida, naturaleza y ciencia. Todo lo que hay que saber, que los nervios eran huecos y servían como canales para un líquido, o para soplo del spiritus animalis1” . Pero Heller demostró que los nervios eran irritables y que provocaban el movimiento del músculo.
De ahí pasaron varias décadas para que hubiera avances realmente importantes en el conocimiento de este órgano, más allá de los estudios entre tamaño relativo a la masa corporal y desempeño.
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Esta gama de estudios físicos y anatómicos dieron como resultado el nacimiento de la frenología. Esta disciplina, fundada por el médico vienés Franz Gall en el mismo siglo XVIII, postulaba que era posible conocer las capacidades y el carácter de una persona a partir de la forma de su cráneo. Establecía correlaciones entre las características físicas e intelectuales y el resultado fue una lista de veintisiete rasgos de carácter que correspondían con las distintas curvaturas del cráneo.
En principio estas ideas captaron la atención del público. En Estados Unidos y Europa se formaron “sociedades frenológicas” y “frenologizarse” se puso de moda. Los empleadores obligaban a los aspirantes a un puesto de trabajo a hacerse análisis de este tipo e incluso en obras de escritores de la talla Balzac, Víctor Hugo y Mark Twain aparecen menciones de la “nueva ciencia”.
Como era lógico, ésta disciplina, carente por completo de sustento, terminó por difuminarse, sin embargo dos de sus supuestos principales se acercaron a la verdad: la visión materialista del cerebro como órgano de la mente y la idea de que éste estaba formado por módulos distintos que correspondían con funciones concretas y especializadas.
Existe un célebre caso que confirmó este supuesto –y que en Antonio Damasio expone con detalle en su magnífica obra El error de Descartes-. El 13 de septiembre de 1848 un obrero ferroviario llamado Phineas Gage sufrió un accidente que casi en cualquier circunstancia habría sido fatal: se clavó en la cabeza una barra de acero de cuatro centímetros de diámetro.
El hombre no sólo no murió, sino que en apariencia no sufrió daño alguno. Hablaba, caminaba y asistía a su trabajo normalmente; el único “pequeño inconveniente” es que cambió su personalidad y Gage dejó de ser Gage. Ganten nos recuerda en pocas palabras lo que sucedió con aquel hombre: “El laborioso capataz se convirtió en bribón blasfemo que no aguantaba ningún trabajo, y terminó como el borrachín de la feria anual2” . Damasio nos lo expone con mucho mayor detalle: “Las alteraciones en la personalidad de Gage no eran sutiles. No podía hacer buenas elecciones, y las elecciones que hacía no eran simplemente neutras. No eran las decisiones reservadas o triviales de alguien cuya mente está disminuida y teme actuar, sino que eran claramente desventajosas. Gage se ganó a pulso su ruina. Se puede aventurar que, o bien sus sistema de valores era ahora diferente, o bien, si era el mismo, no había manera de que los viejos valores pudieran influir en sus decisiones3” .
Gage no padecía ninguna enfermedad, simplemente empezó a cometer garrafales errores de juicio sin siquiera percatarse de ellos y a consecuencia de esto terminó por convertirse en otra persona.
Lo interesante de este caso no es sólo que demuestra la división de las tareas cerebrales, sino de la existencia de partes específicas del cerebro dedicadas al razonamiento y la emoción. Una vez más nos dice Damasio: “No hay duda de que el cambio de personalidad de Gage estaba causado por una lesión cerebral circunscrita en un lugar específico. Pero esta explicación no sería aparente hasta dos décadas después del accidente, y sólo resultó vagamente aceptable en este siglo4” –desde luego, se refiere al siglo XX en que fue publicada su obra- .
Estudios más recientes del cerebro apuntan a que existe alguna parte de él donde está definida –o cuando menos almacenada– nuestra personalidad e imaginar eso resulta fascinante: nuestra auténtica esencia, y lo que nos distingue de todos los millones de seres humanos existentes y que han existido en toda la historia de la humanidad, concentrada en un puñado de milímetros cuadrados de masa gelatinosa. ¿Qué otras sorpresas nos llevaremos conforme la capacidad de estudio y entendimiento acerca de él se perfeccione? Es imposible de predecir. Continuaremos explorando este tema la próxima semana.
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1Ganten, Detlev, Vida, naturaleza y ciencia. Todo lo que hay que saber, Madrid, Taurus, 2004, Pág. 487.
2 Íbidem, Pág. 491.
3 Damasio, Antonio, El error de Descartes, Barcelona, Editorial Crítica, 2009, Pág. 29 -30.
4 Íbidem, Pág. 36.
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