Los derechos de las víctimas, los “delincuentes” y la falsa dicotomía.

La Presidenta de la Organización “Alto al Secuestro”, aseguró que el Relator Especial...

24 de marzo, 2016

La Presidenta de la Organización “Alto al Secuestro”, aseguró que el Relator Especial sobre la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles de Naciones Unidas (ONU) y diversas organizaciones sociales “facilitan resoluciones por violación a los derechos humanos y tortura, a fin de liberar a presuntos secuestradores y delincuentes, y luego tramitar indemnizaciones ante la Comisión Ejecutiva de Atención Víctimas”. Aseguró que existe una “red de corrupción que usa los derechos humanos para liberar criminales”. 

Esta (peculiar) manera de entender los derechos humanos en términos dicotómicos plantea un debate que parte de una trampa de origen: la extendida idea de que las personas que se encuentran bajo una investigación penal, que por una lado pulveriza cualquier asunción de presunción de inocencia (sin más, les llamamos delincuentes) y por otro que éstos no tienen derechos humanos (en sentido general).

Asimismo, se suele pensar (de manera errónea) que el respeto irrestricto a las garantías del debido proceso para la persona acusada de un delito en automático coloca en posición de desventaja a la víctima del delito. De la misma forma, damos por sentado que aun y cuando un “delincuente” resulte torturado por agentes estatales, no debería quedar en libertad al existir “otras pruebas” que lo vinculen como culpable.

En este sentido, es fundamental recordar que los derechos humanos funcionan como límites y vínculos frente al poder público y  no son susceptibles de distinciones en su titularidad y ejercicio, es decir, no existen categorizaciones válidas para su reconocimiento. Las víctimas de delitos y las personas acusadas de cometerlos tienen exactamente los mismos derechos. Para los Estados democráticos no existen individuos de “primera” y de “segunda”.

Por otro lado, el dilema que se plantea cuando un “delincuente” que ha sido torturado obtiene su libertad, resulta una forma de lesión a las víctimas del delito, también resulta falaz. En primer lugar, cualquier persona que se encuentra investigada por cometer un delito se encuentra tutelada bajo el principio de presunción de inocencia (aun y cuando haya sido detenida en flagrancia). De igual forma, resulta impensable que una persona que haya confesado su delito bajo tortura pueda resultar veraz su declaración.

La tortura, constituye una violación grave a los derechos humanos y es todo acto por el cual se inflinje intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión. Cualquier investigación que utilice como método la tortura, impide conocer la verdad, vulnera las normas de debido proceso y genera impunidad.

Conectado con lo anterior, se suele pensar que las víctimas y la sociedad en su conjunto tienen el “derecho” de que quien cometa un delito deba ser castigado con toda la rigurosidad de la ley, es decir, una especie de revancha que conlleva la respuesta del castigo (la cárcel) como una forma de “reparación”, es decir, no es lo mismo sostener que las víctimas tienen derecho a una reparación integral y a que el Estado investigue cuando son víctimas del delito (que no quede impune) a que se tenga el derecho a que el procesado por un delito deba ser encarcelado con penas severas.

Ocurre, sin embargo, que la respuesta del castigo no sólo no se deriva necesariamente de la letra de la Constitución o de las normas secundarias (ni de una interpretación más o menos obvia de ellas), sino que implica una cuestión, al menos problemática. Tiene que ver con la teoría del castigo, y se relaciona con el hecho de que el castigo penal puede verse como una de las peores formas de respuesta imaginables, frente a la comisión de crímenes dentro de una comunidad democrática.

La respuesta de la privación de la libertad o la cárcel, dado el modo en que hoy se administra la misma en México, tiende a acercarse a las mismas formas de la tortura, que en todos los casos deberíamos considerar inaceptables.

Lo expuesto no pretende probar la idea de que el castigo penal es la peor opción a nuestro alcance, frente a la producción de crímenes (lo cual es ya debatible), de lo que se trata es, simplemente, afirmar que la opción en juego no es fácil de justificar y ello, mucho menos, teniendo en cuenta que existen alternativas, que aparecen como igual o más razonables que la alternativa punitiva.

En suma, muchos planteamientos en relación con los derechos humanos de las víctimas y las personas investigadas por la comisión de un delito, se nos presentan en forma dicotómica y excluyente. Una especie de colisión que implicaría un decisión moral como sociedad entre si debemos irremediablemente proteger los derechos de unos en detrimento de otro.

Cuando se justifica las prácticas de tortura por parte de agente del Estado en las investigaciones de delitos, se está implícitamente alentando la violencia y la impunidad y se está intentando legitimar prácticas que son absolutamente condenables y propias de regímenes autoritarios.

Como sociedad nos corresponde condenar todas aquellas actuaciones del poder público que constituyan violaciones a los derechos humanos sin distinción alguna. El reconocer lo anterior, representaría el gran avance civilizatorio, que como comunidad necesitamos.

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