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Autoría
German Vicente-Rodriguez
Prof. Actividad Física y Salud, Grupo de investigación GENUD, Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud y del Deporte., Universidad de Zaragoza
Ana Moradell Fernández
GENUD research group, Universidad de Zaragoza
Cuando envejecemos solemos perder nuestra capacidad del sentido del gusto y el olfato, a la vez que tenemos más dificultad para masticar. Todo esto puede causar una disminución del apetito.
Si además tenemos en cuenta otros cambios psicológicos y sociales que nos suceden con la vejez, como vivir en soledad, sentirse deprimido o perder poder adquisitivo, hay un mayor riesgo de que la calidad y la cantidad de comida ingerida se vean comprometidas.
Otros cambios a nivel fisiológico que acompañan al envejecimiento, como una disminución de la elasticidad en las paredes del estómago, el sobrecrecimiento bacteriano, otras enfermedades comunes como la gastritis atrófica y hasta el uso de medicación, pueden comprometer también la ingesta y absorción de nutrientes.
De ahí que el riesgo de sufrir desnutrición crezca al envejecer.
¿Qué es la desnutrición?
Las diferentes instituciones internacionales especializadas en nutrición (como la
European Society for Clinical Nutrition and Metabolim (ESPEN), describen la desnutrición (o malnutrición) en personas mayores como los desequilibrios en la ingesta calórica y la carencia de nutrientes desarrollada a partir de alguna enfermedad (con o sin inflamación). Pero también abarca situaciones de hambre por otros motivos socioeconómicos o psicológicos.
En cifras, la
cantidad de personas con desnutrición en Europa supone 2,1 % en aquellas personas con una vida autónoma, y suben hasta el 26,5 % las que están en riesgo de desnutrición. Como es de esperar, el número de aquellos mayores con desnutrición que tienen ayuda en casa es menor (un 8 %) que el de quienes están en residencias u hospitales (22 % y casi 29 % respectivamente).
Te puede interesar:
La desnutrición nos hace enfermar
La desnutrición en personas mayores tiene graves consecuencias. Fundamentalmente debilita el sistema inmunitario, aumenta el deterioro cognitivo y fomenta enfermedades crónicas graves (osteoporosis, sarcopenia o fragilidad, entre otras). De hecho, en un
estudio observamos que aquellas personas mayores que no tienen fragilidad, cuando están en riesgo de desnutrición tienen más probabilidades de desarrollar fragilidad comparado con aquellas que están bien nutridas.
La desnutrición parece debilitar la capacidad funcional de la persona y aumenta su riesgo de ser dependiente, impidiendo que pueda realizar lo que es importante para ella.
Existen diferencias en el consumo de nutrientes entre las personas mayores sin fragilidad que están bien nutridas y las que están en riesgo de desnutrición. Esto nos pueden estar dando una pista sobre
los nutrientes que hacen que perdamos capacidad funcional y desarrollemos fragilidad cuando envejecemos.
Concretamente, la salud empeora con un mayor consumo de alcohol y un menor consumo de proteínas y otros nutrientes como la vitamina D o el magnesio, implicados en la síntesis proteica, el mantenimiento muscular y el sistema inmune.
Además, si no nos nutrimos bien se reduce la ingesta de otras sustancias implicadas en procesos de inflamación y oxidación, como la vitamina C o el omega-3. Y también de otras involucradas en la circulación, como las vitaminas del grupo B. Según apuntan otros
estudios, todos estos nutrientes parecen estar implicados igualmente en la sarcopenia –pérdida muscular– y la fragilidad, por lo que podrían suponer una piedra angular de distintos síndromes que nos afectan al envejecer.
Más proteínas y ejercicio
Uno de los principales tratamientos frente a la desnutrición es asegurar que comemos suficientes y variados alimentos, tanto en términos de energía, como de proteínas y de otros nutrientes. Sin embargo,
el ejercicio podría ser también útil. La actividad física aumenta la masa muscular, disminuye la inflamación y, además, puede aumentar el apetito. Por ello, es muy importante comprender cómo interaccionan la nutrición y el ejercicio, porque puede ayudar a entender que ocurre con el envejecimiento.
Algunas de nuestras investigaciones ya han observado la influencia de ciertos nutrientes en los efectos que tiene el
ejercicio multicomponente sobre
la grasa corporal o en
la salud ósea. Concretamente, un aumento del consumo de alcohol y de vitamina A podría interferir en la salud del hueso en estas personas que entrenan. Por el contrario, los ácidos grasos poliinsaturados y la vitamina D, facilitan que el hueso mejore tras un periodo de entrenamiento.
Sin embargo, queda mucho por investigar acerca de este tándem alimentación-ejercicio y sobre las posibilidades de intervención que se abren tras esos resultados.
Qué deben comer los mayores
En primer lugar, se debe evitar el alcohol y asegurar que en todas las comidas aparecen fuentes proteicas como la carne, el pescado o el huevo, que pueden ayudar a alcanzar las ingestas recomendadas de proteína. Sin olvidar las legumbres que, además de aportar proteínas, ayudan a cubrir las recomendaciones de otras vitaminas y minerales.
Además, es importante fomentar el consumo de pescados azules y la utilización de grasas saludables como el aceite de oliva para ayudar a disminuir un posible estado inflamatorio.
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Autoria:
Francisco Borrell Carrió
Grupo de Estudios Humanísticos de Ciencia I Tecnología" (GEHUCT), reconocida y financiada por la Generalitat de Catalunya, referencia 2017 SGR 568., Universitat de Barcelona
Eva Peguero-Rodríguez
Médica especialista en medicina de familia, Profesora Universidad de Barcelona, Universitat de Barcelona
Una protesta resuena en muchas escuelas: “¡Por favor, dejen de estigmatizar a los niños con tantos diagnósticos! Eso solo sirve para medicalizar y vender más medicinas”. Es una protesta expresada por algunos padres, en efecto, pero también por algunos educadores.
En pocos años ha aumentado la prevalencia del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), la dislexia o el espectro autista de alto rendimiento,
entre otros trastornos del neurodesarrollo. Y surge una pregunta bastante lógica: ¿estamos patologizando la normalidad? ¿Somos víctimas de una estrategia mercantilista?
Un gran paso para la igualdad de oportunidades
La respuesta es que no. Siempre existirán diagnósticos erróneos o indebidamente comunicados, pero, en general, estamos asistiendo a un gran paso adelante. ¡Quizás la mejor manera de percibirlo es ver lo que ocurre cuando negamos las evidencias!
Valga como ejemplo este caso real. Niño de párvulos, tres años. Una maestra de educación especial percibe conducta de inhibición social: no mira a los ojos, no realiza juego simbólico, no señala con el dedo juguetes… La maestra cree que puede tener un
trastorno autista, pero el resto de los colegas no consienten una evaluación especializada. “Es muy pequeño para cargar con ese estigma”, dicen.
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Resultado: pérdida de tiempo para desarrollar estrategias educativas eficaces y con evidencia científica. También es una oportunidad perdida de solicitar un profesional de apoyo para el siguiente curso, una ayuda a la que ese niño tenía derecho.
Este caso suscita otra reflexión no menor: un profesor formado en trastornos del aprendizaje puede ser capaz de sospechar sobre éste y otros problemas. Podemos dejar el diagnóstico definitivo para el pediatra o el psicólogo clínico, pero quizás con los años ese profesor tenga una muy buena mirada semiológica (sobre todo si la educa) y colegas menos avezados deberían hacerle caso.
Los maestros pueden realizar una tarea importantísima, pues un diagnóstico precoz mejora el pronóstico e inclusión social de casi todos los afectados. La plasticidad del cerebro tiene unas “ventanas” de edad que
debemos aprovechar .
Este caso tiene la virtud de señalar la respuesta a la cuestión con la que iniciábamos el artículo: no es que haya más niños con TDAH, dislexia o autismo, sencillamente ahora les prestamos más atención y sabemos diagnosticarlo con mayor rigor.
Por fortuna, la sociedad ha avanzado y avanza hacia una actitud más comprensiva con la diversidad, ya sea de maneras de vivir, inclinaciones sexuales o neurodiversidad.
Este enfoque también debería ser una preocupación de las políticas públicas. Los trastornos del neurodesarrollo deberían ser tenidos en cuenta con planes educativos específicos, ya que pueden llegar a
representar entre 11 % y el
15 % del alumnado.
Una vida plena
¿Estigmatiza quien diagnostica? Una respuesta sencilla podría ser: estigmatiza quien no conoce la relatividad de un diagnóstico y ve la parte negativa sin ver la positiva.
Veamos el caso de la
dislexia, que se acompaña generalmente de fortalezas que compensan. Son niños inteligentes que además tienen una capacidad notable de orientarse
en el espacio. Muchos superan el problema con estrategias que ellos mismos inventan.
Este trastorno no sólo no les ha privado de una vida plena, sino que ha potenciado estrategias de metacognición que les servirán para otros retos. Pero un porcentaje no será capaz de superarlo con estrategias propias: para estos sí va a ser clave que se les diagnostique y apoye. Y por desgracia, aquí entra el sesgo de clase social y el tipo de familia que tiene el niño.
Es un error pensar que un diagnóstico define a una persona. No diagnosticamos para eso: lo hacemos para definir lo que de general y generalizable acontece en una persona. Por ello, un diagnóstico siempre es una reducción y simplificación necesaria para activar planes terapéuticos o ayudas sociales. Pero siempre hay que aplicar guías clínicas y protocolos atendiendo al entorno del paciente y a sus características.
En conclusión: un buen educador, un buen pediatra, un buen médico de familia, enfermera, psicólogo o asistente social comparten el mismo fin, poner las bases de una vida plena para cada persona. Conocer a fondo la neurodiversidad ofrece a cada niño –y quizás, en un futuro, a cada adulto– la posibilidad de reeducar capacidades para adaptarse mejor a su entorno, a sus relaciones interpersonales y, así, reducir la desigualdad de oportunidades.
Vicente Morales Hidalgo, pediatra y miembro del Grup de Trastorns de l'Aprenentatge de la Societat Catalana de Pediatria, ha colaborado en la elaboración de este artículo.
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Ana Moradell Fernández
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Cuando envejecemos solemos perder nuestra capacidad del sentido del gusto y el olfato, a la vez que tenemos más dificultad para masticar. Todo esto puede causar una disminución del apetito.
Si además tenemos en cuenta otros cambios psicológicos y sociales que nos suceden con la vejez, como vivir en soledad, sentirse deprimido o perder poder adquisitivo, hay un mayor riesgo de que la calidad y la cantidad de comida ingerida se vean comprometidas.
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De ahí que el riesgo de sufrir desnutrición crezca al envejecer.
¿Qué es la desnutrición?
Las diferentes instituciones internacionales especializadas en nutrición (como la
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En cifras, la
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Uno de los principales tratamientos frente a la desnutrición es asegurar que comemos suficientes y variados alimentos, tanto en términos de energía, como de proteínas y de otros nutrientes. Sin embargo,
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En primer lugar, se debe evitar el alcohol y asegurar que en todas las comidas aparecen fuentes proteicas como la carne, el pescado o el huevo, que pueden ayudar a alcanzar las ingestas recomendadas de proteína. Sin olvidar las legumbres que, además de aportar proteínas, ayudan a cubrir las recomendaciones de otras vitaminas y minerales.
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