En algún momento de nuestras vidas, todos estamos llamados a testificar la grandeza y la miseria de nuestro tiempo; pero sólo unos cuantos tendrán la fortaleza de asumirlo y nadie fuera de la perspectiva del tiempo que pasa, tendrá la capacidad de comprenderlo. Acaso los más geniales, los protagonistas y los privilegiados puedan atinar algunas conclusiones certeras, pero ninguno podrá entender del todo el magnífico y abigarrado mosaico de causas y azares al que llamamos realidad y al cabo del tiempo, denominamos historia. Es ahí donde la literatura se vuelve reconstrucción y supera a la historiografía en sus posibilidades totalizadoras.
No resulta extraño que el lector, frente a una buena novela histórica se sienta más cómodo que ante el libro de historia; no es raro que asuma como vivientes a los personajes y tampoco lo es que demos por cierta la historia que en realidad sólo lo es en parte.
1948 de Yoram Kaniuk y El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura, por citar un par de magníficos ejemplos, enfrentan una paradoja habitual para quienes narran hechos enmarcados en la corriente general de la historia; el de la libertad del creador que aun siendo enorme, se encuentra limitada por hechos que van más allá de su deseo y voluntad.
Si el autor transgrede esos límites; cruza los linderos de la narración histórica, renuncia a la reconstrucción y recupera su absoluta facultad de novelar; si lo hace en el ámbito de lo ya sucedido, se ubica en la ucronía. Si es en lo inédito, en el de la novela en la más amplia de sus acepciones. En ambos casos, lo que parece desmitificación no es sino la creación de nuevos mitos; donde parece haber claridad y sinceridad histórica, lo que hay es intención literaria y oficio de escritor.
La libertad del autor nunca es absoluta, está ceñida por la lógica y por la naturaleza que él mismo ha creado para sus personajes. Ha de ser absolutamente fiel al mundo que ha creado, pero al tratarse de la reconstrucción histórica; debe ser fiel al destino de los personajes, de los incidentales que él mismo ha creado, como de los centrales cuyos hechos están determinados por la historia que lo precede. En el primero de los casos se comportará como el Dios del Antiguo Testamento, y en el segundo, como el coro de una tragedia griega, disipará las grujas del destino, pero no podrá alterarlo.
En la lucha por reconstruir el tiempo pasado y dotarlo de sentido, en ese esfuerzo por quebrantar la presencia de los espejos para entrar lisa y llanamente en la contemplación directa de lo sucedido; el autor no permanece insensible frente a la realidad que ha escogido y de la que se ha apropiado. Lo que el lector no puede olvidar es que la realidad reconstruida por el novelista vuelve a surgir y a ocurrir conforme la pluma va recreándola en el papel, una realidad a la que el propio autor no puede someterse sino de la cual se vuelve partícipe; por eso, la reconstrucción nunca es fiel ni aspira a serlo, pero siempre ha de ser convincente, y ante todo:creíble.
Es innegable, necesitamos la fidelidad del historiador para conocer los hechos, tanto como la narración para creérnosla y hacerla nuestra.
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