Desde luego que proponerse encarar la vida así no significa poseer la capacidad de controlar la existencia –ya sea la propia o las ajenas–. Se trataría de un propósito absurdo por imposible.
De lo que se trata es de vivir deliberadamente, buscando una cierta dirección que sirve como referente para encarar los problemas y contratiempos que sin duda habrán de llegar, pero que, cuando menos nos permitirá mantener una cierta ruta y enfoque.
Pensar la vida debería ser una actitud que rija nuestro actuar cotidiano. Una brújula que nos encamine hacia lo que sería deseable, en especial si es llevado a cabo de forma consciente, sistemática e intencional.
Herramientas como la filosofía y la introspección resultan útiles, porque operan cómo mecanismos sistemáticos para interpretar la existencia. Si nos hacemos responsables de nosotros mismos, estamos obligados a tomarnos en serio nuestras acciones y vínculos. Renunciar al victimismo, tan en boga en nuestro tiempo, y recuperar la agencia que nos permite construir, aun cuando este proceso no esté de ningún modo libre de errores y riesgos.
Como asegura Javier Gomá Lanzón, “de algún modo todos los hombres desarrollan una actividad filosófica de interpretación del mundo”(1).
A este quehacer filosófico cotidiano el autor lo llama filosofía mundana: aquella que se interroga sin cesar por tres preguntas: «¿qué puedo saber?», «¿qué debo hacer?», «¿qué puedo esperar?»”(2).
Es importante recalcar que tanto la inacción como la desidia son «modos de hacer», aunque de consecuencias tristes porque lejos de protagonizar nuestra vida, seremos actores secundarios de la vida de otros.
El problema de llevar a cabo esta interpretación sin conciencia de ella es justamente que carecemos de sistema, carecemos de intención y de rumbo y aquí es donde entra dos conceptos que se vuelven fundamentales una vez que conseguimos que actúen de manera sinérgica: propósito y congruencia.
Nos guste o no, seamos conscientes de ello o no, estamos ya insertos en el mundo, y aún cuando nos rodean infinidad de estructuras y contextos que delimitan nuestras posibilidades, queda un espacio importante para nuestra decisión y por lo tanto las intenciones y acciones que llevemos a cabo harán una diferencia importante respecto a los resultados que habremos de obtener. Por eso es fundamental que dichas decisiones (lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos) sean congruentes e intencionales.
Lamentablemente los individuos solemos pasar por la vida sin pensar en ella. Interpretamos el mundo y tomamos decisiones sin darnos cuenta de que cada día construimos el devenir.
Si nos educamos para «pensar la vida» de manera cotidiana podremos construirnos poco a poco un sistema filosófico personal en el cual asentemos con claridad los valores y motivaciones que nos mueven y tomar decisiones a partir de él. Poco a poco ese cuerpo de ideas, en apariencia desarticuladas, se convertirán en una interpretación personal del mundo que nos permita vivir e interactuar con nosotros mismos, el entorno y los demás de una manera más plena y consciente.
Desde luego no es fácil, porque paradójicamente ser congruente –ser libre en general– no es sencillo. Si decidimos, por ejemplo, comer sano o ejercitarnos con frecuencia, habrá decenas de impedimentos que nos lo harán difícil; de ahí el mérito de la congruencia.
Una posible manera de crear un sistema congruente es combinar dos ejes. En el eje vertical está el pensar, el hacer y el decir que, desde luego, deben ser congruentes entre sí. Y en eje horizontal están los distintos aspectos de la vida: el trabajo, la relaciones, el ocio, la salud, la realización profesional, la paternidad/maternidad, etc. Mantener estos aspectos en una relación sana entre sí favorecerán que el sistema completo sea congruente y enfocado.
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(1) Gomá Lanzón, Javier, Ingenuidad aprendida, Primera Edición, España, Galaxia Gutenberg, 2011, Pág. 23
(2) Ibidem, Pág. 26
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