2020, el peor año que ha pasado la humanidad en mucho tiempo, terminó y empezamos 2021 con todas las adversidades que un país pueda tener. Los pobres son aún más pobres y los enfermos por “covid” se mueren por montones.
Conduzco como lo he hecho desde que elegí este hospital como mi segunda casa, de Morelia a Acámbaro, ese lugar donde hacen el pan que dicen abre las puertas del cielo. Paso horas de reflexión de todos los temas que aquejan mi vida. Escucho la radio y las noticias que, desde hace poco más de un año, acaparan los temas informativos, un tema del cual hoy todos estamos hartos.
Cuestiono el actuar del gobierno, me enojo, me pregunto, tal como todos lo hacemos cuando vamos en compañía de uno mismo. Casi siempre voy disfrutando de ese café colombiano que preparo antes de salir de casa, pero hoy es la excepción. Me estaciono en un OXXO que está cercano al hospital y veo a tres personas, para ser exacta, que no llevan el cubrebocas aunque dice en la entrada que es obligatorio Me molesto, pero me sorprendo al ver a otras tres personas formadas en la fila para pagar que tampoco llevan cubrebocas, que hoy ya es una prenda indispensable del buen vestir. Compran una bolsa de hielo y obvio algo más para amenizar su reunión a la cual estoy segura están a punto de llegar. Hasta este punto, no entiendo el valemadrismo de unos cuantos que son, sin temor a equivocarme, totalmente equiparables a los asesinos a sueldo.
Llego al campo de batalla que se ha convertido el hospital, ese que en un principio se sentía el lugar más inseguro, pero que hoy definitivamente es el lugar del cual no quiero irme por ese sentimiento de indefensión que me provoca salir a la calle. Ahí se libran batallas por salvar a los que quizá fueron los más irresponsables o simplemente recibieron el regalo letal de un tercero.
Acudo al lugar donde no se ha parado de luchar por la vida. Ese lugar donde están los que llegaron muy pronto a este mundo enloquecido y enfermo. No todo lo que aqueja en un hospital es ese virus maldito, también hay pequeños grandes gigantes que hoy luchan como tantos por un lugar en esta vida. Pero hoy es distinto porque ya estamos con lo mínimo indispensable. Jamás pensé en la susceptibilidad del servicio al que estoy asignada “Unidad de cuidados intensivos Neonatales”, jamás pensé que fuera a sentirse tan indefenso, ante la gran necesidad de compartir el equipo para mantener la vida, a unas cuantas paredes de aquí. Las vidas más pequeñas también merecen un lugar en este mundo. A ellos también los esperan en casa, ellos luchan día a día por un espacio en este pasaje, pero se nos agotan los “cómos”. Estamos todos luchando desde nuestras trincheras. Yo no he sufrido los estragos de portar ese traje que te corta la respiración, que te asfixia minuto a minuto que lo traes puesto, ese que saca de ti todos los líquidos de rincones del cuerpo que jamás pensamos existían, y que nubla tu campo de visión a menos de un metro de distancia. Yo he estado hombro a hombro en la terapia intensiva neonatal, sola con mi compañera de épicas batallas, dando todo lo que está en nuestras manos para poder dar un soplo de esperanza a los que hoy son los más indefensos.
Más allá de un simple virus hay pequeñas vidas humanas que luchan y que, de no reivindicar el camino, serán los daños colaterales de esta guerra que no tiene un final próximo. Estamos perdiendo la batalla, estamos cansados de la indiferencia de una sociedad indolente. Estoy dándolo todo aquí como le he hecho desde hace casi ocho años como enfermera, pero siento que se aproxima lo peor. La gente no entiende que esa sección del hospital llamado “COVID” es hoy el más solitario que existe, es lo más parecido a un cementerio donde estás solo con ese sentimiento de ahogo y desesperación, donde quizá los pacientes piden una sola oportunidad y que muy seguramente no llegará. Pensarán en sus dolientes, anhelarán salir a advertir del peligro, pero será ya demasiado tarde.
Veo con profunda tristeza que la sociedad no tiene el mínimo sentido de la responsabilidad moral. Veo que esa indiferencia que se muestra en las calles dejará al futuro de México a la deriva. Dejemos de ser un país egoísta, dejemos de ser ese país del “yo primero”, del “me vale madre” el más débil. Dejemos de ser miserables irracionales y pensemos un solo momento en esas pequeñas vidas que merecen el día de mañana ver el sol.
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