Maniac y la inteligencia artificial

En su novela Maniac, Benjamin Labatut construye un panorama de la gran generación de científicos del primer tercio del siglo XX que revolucionaron la física y la ciencia en general.

29 de noviembre, 2024

Casi todos los científicos mencionados a lo largo de la obra fueron parte en alguna medida del Proyecto Manhattan y muchos otros desarrollos científicos y tecnológicos que aportaron la materia prima para que las generaciones posteriores moldearan el mundo que habitamos hoy.

Para estructurar su relato, Labatut toma como hilo conductor la vida de Johnny von Neumann, a quien considera el cerebro más destacado de su generación, que compartía con científicos de la talla de Albert Einstein, Kurt Gödel o Robert Oppenheimer. Como una de sus grandes herencias, Neumann dejó a MANIAC, la Mathematical Analyzer, Numerical Integrator and Computer. Neumann creó la arquitectura interna y el marco lógico cuya estructura permanece siendo la misma en las computadoras que conocemos y usamos.

MANIAC se componía de cinco partes: mecanismos de entrada y de salida, una unidad de memoria, otra para la lógica, una más para la aritmética y la unidad de control o CPU. Se instaló en el sótano del colegio Moore de Filadelfia, medía dos metros de alto, medio de ancho y dos y medio de largo. Se trataba de un auténtico microprocesador para la época y que a la postre se convirtió en ADN de nuestro universo digital por ser la primera y más eficiente de las computadoras que funcionaba con programas almacenados y la que infinidad de instituciones tomaron como modelo.  

Pero no fue lo único que von Neumann dejó para la posteridad. Entre muchísimas ideas y ambiciones no resueltas, dejó un texto al que llamó Teoría de los autómatas autorreplicantes. En ella estableció las reglas lógicas que de la autoreproducción, y lo hizo años antes de que se descubriera la forma de operar de la genética por conducto del ADN y el ARN. Sin embargo, al desarrollar sus teorías, Newman no pensaba en seres biológicos. De hecho esos textos son el punto de partida de lo que hoy conocemos como Inteligencia Artificial.

En la última parte de su libro, Benjamin Labatut narra las batallas épicas, primero de ajedrez entre Garry Kasparov y Deep Blue, y por último en Go, el milenario juego de origen Chino, entre Lee Sedol, maestro de Go 9° dan y la inteligencia artificial conocida como AlphaGo, ambos programas diseñados por Demis Hassabis, antiguo niño genio del ajedrez y recientemente galardonado –en 2024– con el Premio Nobel de Química por sus contribuciones al diseño computacional de proteínas.

En ambos casos la inteligencia artificial venció. En lo que respecta al ajedrez resulta interesante puntualizar que mientras el ser humano se centra en detectar patrones sobre el tablero y así adquirir una sofisticada comprensión del juego, a través de su memoria, intuición y razonamiento, los programas digitales no necesitan «entender», sino que usan su desproporcionada potencia para calcular las posibilidades y luego optan por una jugada, siguiendo el conjunto de reglas establecidas por sus programadores.  

Sin embargo, en lo que se refiere al Go, que es un juego infinitamente más complejo. La importancia de cada piedra dispuesta en el tablero está relacionada con su posición exacta y con la conexión que tiene con las demás piedras. Saber si un movimiento es bueno o malo resulta extremadamente subjetivo. Los grandes profesionales del Go no sólo utilizan su razonamiento, sino que deben emplear también su instinto e intuición.

“Los seres humanos –explica Labatut– han jugado al Go durante más de tres mil años. Es el juego más antiguo de la humanidad, y el más estudiado de todos. […] Los mejores jugadores de todas las épocas jamás dependieron del cálculo para decidir sus movimientos, sino de una sensibilidad estética que bordeaba en el misticismo”(1). Es por eso que el hecho de que la máquina haya conseguido vencer al mejor jugador humano causó revuelo y estupor.

En la célebre partida celebrada el 10 de marzo de 2016, exactamente en el movimiento 37, puede encontrarse el que quizás será recordado como el primer destello de la auténtica inteligencia artificial. Labatut hace un recuento pormenorizado de la partida y explica cómo ese movimiento realizado por el programa rompe por completo los esquemas porque no es producto del conjunto de datos y algoritmos que le fueron inoculados a la máquina, sino que se trata de un movimiento completamente nuevo que superó de forma amplia cualquiera que pudiese realizar el más experimentado maestro. “El movimiento 37 –afirma Labatut– no formaba parte de la memoria de AlphaGo, tampoco había sido fruto de una regla preestablecida, o el producto de una heurística general que hubiese sido codificada a mano en su cerebro de silicio. Fue creada por el propio programa, sin ninguna intervención humana”(2).

No existe ninguna duda que los programas de Inteligencia artificial poseen una memoria infinitamente mayor que la humana y que pueden gestionar información a velocidades astronómicas. Sin embargo, «más rápido» no es sinónimo de «mejor». Como en el caso del ajedrez y el Go, son capaces de «pensar» muchísimas más jugadas potenciales y decidir mejor cada movimiento pero eso no implica «superar» a lo humano en sentido, valor, intencionalidad, intención y propósito. A fin de cuentas, los algoritmos son programados para hacer algo, así ese algo sea «superar al ser humano» en una circunstancia específica. En todo caso dominan el mundo de la potencia y la velocidad de cálculo, pero carece de motivación intrínseca y propósito último. Cuando menos hasta el día de hoy la máquina en sí no tienen por qué o para qué hacer nada de lo que hace.

Notas:

 (1) Labatut, Benjamín, Maniac, Segunda Edición, México, 2024, Pág. 330

 (2) Íbidem, P. 352

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