En principio, cabría pensar que los empresarios tendrían que ser los principales defensores del liberalismo, tanto económico como político, al menos por razones históricas: fue el empresariado de las ciudades (esto es, los burgueses que se ganaban la vida con su propia iniciativa y esfuerzo) quienes más hicieron para combatir el antiguo orden feudal y después el absolutismo monárquico, promoviendo la libertad de comercio, el respeto a la propiedad privada y un orden político estable fundado en un marco jurídico constitucional que garantizara y protegiera los derechos individuales contra los potenciales abusos de los ocupantes del poder político. Este fue el principio de la democracia liberal que, al paso de dos siglos, se ha establecido en el mundo como la mejor de las formas de gobierno para el aseguramiento de los derechos humanos y las libertades civiles.
Cuando no se tiene una democracia liberal, o cuando ésta se fractura, reemplazándose por un régimen de corte autoritario, lo primero que se pierde son las libertades (económicas, políticas, civiles) y los derechos que las protegen. Es por ello que, un régimen democrático, garantiza un mejor clima para la innovación, el crecimiento económico y el desarrollo de las actividades empresariales que cualquier otra alternativa. No es casual que, en regímenes no democráticos, a menudo se pierde el dinamismo económico y la competitividad de los sectores productivos, como ocurrió, por ejemplo, en los países de Europa oriental bajo el régimen soviético o con el colapso de la economía venezolana, que fue próspera hasta antes de la llegada de Hugo Chávez al poder.
Sin embargo, la historia nos demuestra que no siempre los empresarios empujan en defensa de la democracia liberal. A veces se acomodan muy bien con los regímenes cerrados y aún con dictaduras, en especial cuando los empresarios privilegian su propio interés económico por encima de cualquier otro valor de orden cívico-ético. Si bien es claro que un régimen democrático proporciona mejores condiciones para el desarrollo empresarial, la verdad es que en regímenes autoritarios, sí se pueden hacer negocios, como fue el caso de la Alemania Nazi, la España de Franco, la Venezuela contemporánea o el México del viejo PRI, aunque la falta de transparencia consustancial a esos regímenes distorsiona la competencia económica y da lugar a un capitalismo fuertemente marcado por la corrupción. El capitalismo mafioso, también llamado capitalismo de compadres, florece particularmente en regímenes autoritarios mediante favores o privilegios que se conceden desde el poder político, descomponiendo la eficiencia de los mercados y, con ello, cancelando oportunidades de progreso para muchos ciudadanos convertidos en pequeños empresarios.
En el caso del capitalismo mexicano, históricamente los empresarios se hicieron al amparo de gobiernos autoritarios (durante el virreinato, el porfiriato o el viejo PRI), creciendo mal acostumbrados a pedir favores a la clase gobernante, pagar cuantiosos sobornos para recibir alguna concesión o aceptar sociedades con prestanombres de algún encumbrado político. Este es el origen de varias de las fortunas de los multimillonarios mexicanos, que aprendieron a hacer negocios sin democracia y en un estado de derecho “ajustable desde arriba”. También crecieron al margen de una economía competitiva y abierta, protegidos por el régimen, con todos los vicios que ello implicaba pero de manera muy rentable.
Esto empezó a cambiar a partir de dos eventos que definieron el último cuarto de nuestro siglo XX: 1) La crisis estructural de la economía por aquella docena trágica de los gobiernos de Echeverría y López Portillo, que culminó con la nacionalización de los bancos y 2) la forzada y radical apertura comercial que tomó forma en el gobierno de Salinas de Gortari. Los usos y abusos de los “presidentes imperiales” priístas, con su escandalosa corrupción, convencieron a muchos empresarios de la urgencia de abrir el régimen político hacia uno con democracia real, división de poderes, rendición de cuentas y fortalecimiento institucional. Fue entonces cuando muchos empresarios se involucraron activamente en política, particularmente desde el Partido Acción Nacional y, la verdad es que, sin ellos, difícilmente se habría podido lograr la transición a la democracia que vivimos a partir de 1996, dando paso a un intenso periodo de modernización y fortalecimiento institucional en el país, con desarrollos notables durante las siguientes dos décadas, hasta el 2018. La apertura comercial los metió en un juego real de competencia económica, obligándoles a modernizarse y a acelerar la innovación tecnológica y de sus modelos de negocio para insertarse plenamente en la dinámica global de la nueva economía.
Ya en democracia y con una economía abierta, entre 1995 y 2015, México cambió y se fortaleció en muchos sentidos, pero dejando elevados saldos pendientes en la deuda social, con salarios raquíticos para el 60% de la plantilla laboral y la mitad de la población malviviendo con enormes carencias en condiciones de pobreza. Se nos descompuso severamente la seguridad pública y los contrapesos institucionales fueron insuficientes ante la rampante corrupción de muchos gobernadores y la administración Peña Nieto.
Así llegamos a las elecciones del 2018, con la arrolladora victoria de López Obrador que, en los años subsecuentes ha implicado un retroceso significativo en términos de desmantelamiento institucional, transparencia y rendición de cuentas, queriendo regresarnos a los años más nefastos de aquella presidencia imperial que ya creíamos superada para siempre. Las elecciones de 2024 serán decisivas para el futuro de la República: mantenemos la democracia y recuperamos nuestras instituciones o nos seguimos deslizando al abismo ideológico de la trasnochada izquierda radical del Foro de Sao Paulo.
En este nuevo contexto, ¿qué rol jugarán los empresarios mexicanos? ¿Cómo responderán ante los oscuros nubarrones que nos dibuja el horizonte para nuestra vida democrática y nuestro desarrollo institucional? ¿Reaccionarán para tratar de impedir que México se deslice hacia la noche abismal del modelo venezolano? ¿Cómo estarán sus convicciones valorativas hacia la democracia liberal y el fortalecimiento de una sociedad abierta?
Por una parte, es lamentable constatar las caravanas de sumisión hacia el Presidente y su candidata por parte de egregios miembros del CCE. Es triste ver la forma tan rastrera en que poderosos empresarios de medios de comunicación vuelven a ser “soldados del Presidente”, socavando la crítica al gobierno y tergiversando la verdad sobre la realidad del país. O mirar fotografías en ambiente festivo con que acompañan al Presidente en sus celebraciones de Palacio con tamales de chipilín o paseándose en la falsa inauguración del Tren Maya. Algunos de ellos parecen traer en su ADN la vieja tradición del capitalismo de compadres, en que están más acostumbrados a hacer negocios a la sombra de un autócrata que en una democracia liberal y en una economía competitiva de mercado. Será que “lana es lana” y eso de los valores democráticos no deja de tener un aire demasiado metafísico para hombres obsesionados con las ganancias a corto plazo o incapaces de apreciar las bondades de un régimen político liberal democrático.
Otros, quizá más sensatos o con mayor consciencia histórica, sabrán que la servidumbre voluntaria a un autócrata, si acaso conviene mientras uno disfruta de sus favores, pero éstos en cualquier momento se pueden revertir, como aprendieron los banqueros mexicanos en 1982 frente a José López Portillo.
Los empresarios son actores sociales clave para la configuración de la calidad de vida de las personas y la generación y cuidado del bien común. En cierto modo, son el alma de la ciudadanía libre en una sociedad moderna. Don Lorenzo Servitje, ilustre empresario mexicano, destacaba la trascendencia y responsabilidad social de los dirigentes de empresa, particularmente, por su iniciativa y capacidad de liderazgo, por los recursos a su disposición (financieros, humanos, materiales) y en general, porque pueden tener mayor influencia en los asuntos públicos que otros actores de la sociedad civil.
Si los empresarios, como gremio, aceptan someterse a un régimen autoritario y corrupto, como penosamente ha sucedido tantas veces en la historia, la sociedad acelera su descomposición y el tejido social se va pudriendo. Si, por el contrario, aprovechan su liderazgo y capacidad de influencia para la promoción integral de un mejor orden social, se constituyen en un motor inigualable de prosperidad y desarrollo.
En la coyuntura presente, México requiere del liderazgo de los empresarios.
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