Uno de los primeros actos que aprendió el ser humano fue a discriminar. Tal vez incluso antes de tener cubiertas sus necesidades, los humanos empezamos a vernos distintos entre nosotros y a agruparnos como nos pareció más seguro.
Levantamos muros, hicimos tribus, nos clasificamos como fuimos entendiendo. pero la idea era separarnos de los otros. El Nosotros y el Ellos se volvió desde antes de existir como pronombre una realidad.
¿Fue por miedo? ¿Fue por asco? Dos de los principales sentimientos que se reconocen en la humanidad y que nos empujan a comportarnos de cierta manera. El caso es que desde que existimos hemos hecho mucho más por dividirnos que por unificarnos.
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Guerras, holocaustos, ghettos, sectas, filtros sociales, religiones, apellidos, divisiones políticas y geográficas, los métodos son infinitos, lo que no queremos es ser confundidos con “los otros”. Pero, ¿por qué nos aterra tanto mezclarnos? ¿Por qué queremos demostrar a como dé lugar que somos mejores o distintos?
Sin duda, este fenómeno ha sucedido a lo largo de toda la historia de la humanidad y en todas las regiones. México no es la excepción y me atrevería a afirmar que es uno de los países más racistas, aunque la palabra no esté bien empleada, porque en realidad la raza sí es algo real y que nos hace diferentes entre nosotros según la zona geográfica y la ascendencia genética de cada quién. Pero eso es sólo un conjunto de características para describir a cada zona demográfica y debería servir para conocer nuestras capacidades y nuestras debilidades así como a qué enfermedades somos más proclives y qué tipo de actividades realizamos con más facilidad, pero no para establecer si una raza es mejor ni peor y quiénes deben de estar a la cabeza de este orden de jerarquías en el que está dividido el mundo.
En México somos racistas en el mal sentido de la palabra y clasistas. Sin excepción. Es muy difícil hablar de este tema y pretender señalar el problema sin darnos cuenta casi de inmediato que todos hemos caído alguna vez en las garras del clasismo y la discriminación.
Ni siquiera creo que tengamos conciencia de la cantidad de formas de discriminación en las que incurrimos cada día, en el trabajo, con la familia, en los círculos sociales, en los colegios, en las comunidades religiosas, con las preferencias y orientaciones sexuales, con la gente que vive con alguna o varias discapacidades, con las ideologías políticas, bueno, hasta con los gustos por equipos deportivos; y eso por no mencionar lo más grave, lo racistas que somos con nuestra propia raza, el rechazo implícito que sentimos hacia todo lo que sea indígena u originario.
En México veneramos lo autóctono en los museos, pero lo rechazamos en la calle, denostamos y hacemos hasta lo imposible por demostrar que somos descendientes de otros grupos étnicos. Aunque formemos institutos que protejan a la población de la discriminación, la practicamos de cientos de formas en todos los ámbitos.
Cantamos el Himno Nacional a pulmón batiente, pero ni de broma nos abrazamos con el de al lado.
Los mexicanos vivimos para discriminar y polarizarnos por el tema que sea, y más allá de hacernos conscientes del problema nos justificamos, pretendiendo validar una vez más en las diferencias que –a nuestro punto de vista– nos hacen mejores que el resto de la población.
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