Pensar en el destino como una serie de acontecimientos predeterminados e inmutables no sólo me parece inverosímil y absurdo, sino sobretodo desesperanzador. Imaginar que mi vida está irremediablemente atada a un argumento inamovible y ya escrito por algo o por alguien, con un propósito oscuro y desconocido para mí; y que, lejos de ser un participante activo en mi propio futuro, soy como el personaje de un videojuego que sube y baja a capricho de una fuerza controladora e incomprensible, me hace sentir que la existencia carece por completo de razón y de fundamento.
Está claro que existen infinidad de condicionamientos materiales, sociales, económicos, políticos, culturales e incluso la propia interacción con los demás, que nos limitan. La libertad, pensada como la facultad para de ejercer ilimitadamente la voluntad es una ilusión, pero eso no significa que no podamos participar en lo absoluto de nuestra propia vida.
Si no puedo influir de manera alguna en lo que me sucede ¿Qué sentido tiene experimentarlo? Si el aprendizaje ante las diferentes experiencias y la conciencia que tengo de mi propio ser no me permiten decidir de manera alguna ¿qué sentido tiene existir? ¿Qué caso tiene levantarse por las mañanas?
Por otro lado, también hay que decirlo, es complicado imaginar la existencia como un encadenamiento de azares sin relación ni coherencia entre ellos.
Sin embargo, todos experimentamos vivencias inexplicables que se atan con acontecimientos pasados de tal manera que resulta prácticamente imposible disociarlos. Hay muchos momentos en que podemos jurar que la vida nos conduce por un camino que estaba ahí sólo para nosotros y nos suceden de pronto acontecimientos tan especiales, tan particulares, en tal grado de sincronía y exactitud, que parecen puestos ahí por una mente superior que sabía que de no echarnos una mano poniéndonos una salida casi imposible, nos quedaríamos atorados para siempre sin posibilidad alguna de cumplir con ese extraño y velado propósito que esa inteligencia tiene predestinado para nosotros y que sólo conoceremos cuando lo hayamos alcanzado.
Pero si los acontecimientos de nuestra existencia no están totalmente predeterminados, ni tampoco son por completo accidentales ¿Cómo es que se construye el futuro? ¿Qué tanto participamos de esa construcción? ¿Qué tanto podemos influir en nuestro destino? Y lo más importante, en caso de sí poder influir el él ¿cómo se logra conducirlo por el cauce que nos gustaría, en vez de andar al capricho de una predeterminación externa?
Supongo que nadie tiene la respuesta definitiva e incuestionable, pero pienso que todos tenemos derecho a inventarnos alguna que nos satisfaga. Nunca se sabe, en una de esas se acierta y se convierte uno en un verdadero experto en construirse el futuro.
En mi caso personal, la reflexión me ha llevado a encontrar una respuesta intermedia, donde uno toma sus decisiones y conforme se avanza en ellas y se es congruente con sus propios objetivos, el entorno se acomoda poco a poco para que las cosas sucedan dentro de un cauce posible. Digamos que mi concepción del destino es una especie de un universo de tendencias. Es como si uno estuviera en la desembocadura de muchos ríos y, conforme se escoge una corriente en particular, las posibilidades fluyen en esa dirección.
La semana siguiente ahondaremos en la reflexión acerca de este tema fascinante.
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