Hace dos días se conmemoró el Día Internacional del Migrante, fecha propuesta por la Asamblea General de la ONU en el año 2000. En torno a la misma hay incontables estudios antropológicos, sociales, sicológicos, políticos y económicos que buscan explicar el trasfondo detrás de esas hordas de migrantes por el mundo. En México provienen de países centroamericanos, caribeños, y ahora de países africanos.
No pretendería exponer datos duros en cuanto a estos crecientes fenómenos. Como ciudadana, deseo narrar la experiencia que tuve este último mes, siendo pasajera de transportes foráneos, entre mi lugar de origen, la frontera norte y la Ciudad de México, primero de ida y luego de regreso. Momentos que traigo en mi mochila, y ya de regreso en casa extiendo sobre la mesa de trabajo, buscando dar sentido a todas las vivencias del camino.
La central camionera de Piedras Negras, Coahuila, mi punto de partida, es tranquila con relación a otras por las que he transitado. El ala este de la pequeña central se ha convertido en una suerte de estancia. Grupos de migrantes, en general varones, se instalan sobre el suelo teniendo por almohada su mochila, mientras llega la hora señalada para dejar ese sitio. Cierran los ojos, pero se mantienen alerta, atentos a cualquier ruido que se salga del patrón de voces y chirridos ya conocidos. El viaje salió a tiempo, sin mayores incidentes. Mi destino: la Ciudad de México, desde donde partiría la siguiente mañana a Cuernavaca, atendiendo la invitación de cumpleaños de un apreciado amigo. Se puede decir que el trayecto transcurrió sin incidentes, salvo un retén de la policía estatal de Coahuila, que subió, revisó y dejó partir la pesada unidad. El momento desagradable fue la salida de San Luis Potosí hacia Querétaro: había ocurrido un derrumbe en carretera, lo que ocasionó un retraso de más de tres horas, tiempo en el que tuvimos que permanecer los dieciséis pasajeros dentro de la unidad, esperando a que el problema se resolviera. Finalmente llegué a mi destino.
El regreso lo emprendí en dos etapas. La primera fue Ciudad de México-San Luis Potosí, donde tuve que parar por varios días debido a una situación familiar. La segunda fue de esa ciudad capital a mi punto inicial de partida: Piedras Negras, Coahuila.
Llegué con tiempo a la Terminal Norte de camiones en la Ciudad de México. Debí esperar más de una hora la salida del camión. Para mi fortuna haciendo uso de bancas, en general respetadas por otros, para tercera edad y discapacitados. No dejó de sorprenderme la cantidad de personas de origen extranjero. No sé si sería casualidad, pero una gran parte, por su apariencia y acento, parecían provenientes de países africanos. Me sorprendió la fluidez con que transitaban por pasillos y salas, sin un dejo de preocupación. Fue un choque frente a lo que, tradicionalmente, habría yo supuesto: el INM en pleno, verificando identidades.
Finalmente abordamos la unidad: En la primera parte del trayecto noté el ambiente denso: Gran proporción del pasaje correspondía a personas cuyo acento denotaba un origen centroamericano. La conversación entre ellos indicaba que iban a Monterrey, pero no tenían idea dónde quedaba ni cuánto tiempo harían. Este grupo se repartió en tres: Dos hombres, una mujer y un niño en los asientos delanteros. Cinco varones y dos jovencitas en mi área del centro del camión, y dos más junto al que supongo será el traficante, en la parte posterior. Mi vecino no tendría más de 20 años, de extracción humilde. En cuanto nos acomodamos me mostró una jeringa de insulina con un líquido, acompañada de la frase “¿me inyectas?” a lo que me negué. Se levantó y fue al baño a hacerlo por cuenta propia. Me llamaba la atención su actitud, cargaba la mochila en su regazo; sobre la misma permanecía doblado, al menos la primera parte del trayecto. De una bolsa de celofán extrajo lo que parecían ser confituras de chocolate de gran tamaño. Cayó una al suelo pegando como si se tratara de una canica. La levantó y me la ofreció. “Me llamo Miguel”, me dijo. En ese momento señaló que traía un intenso dolor abdominal y que cuánto faltaba para Monterrey. Igual que de ida, un contratiempo en carretera prolongó la duración del recorrido, mismo que permaneció en similar actitud, haciendo presión con la mochila sobre su propio abdomen.
De San Luis hacia el norte del país el patrón se repitió: un par de mujeres con dos niños en la parte frontal, varios adultos varones a la altura de mi asiento; otros dos con el que parecía dirigir la operación al fondo. Cinco retenes en total. Invariablemente bajaron a todos los que no pudieron demostrar satisfactoriamente su identidad. Ignoro qué haya sucedido abajo; sería irresponsable externar suposiciones. Me consta que, al regresar a la unidad, detrás de un jovencito subió una uniformada de protección civil a quien el chico le entregó un billete de 500 pesos. En el siguiente retén mi vecino de adelante, quien acreditó ser conductor de tráiler en la frontera, subió molesto vociferando “pura sacadera de dinero”. Abordaron a las mujeres con niños intentando disuadirlas de seguir su camino, pero a fin de cuentas las dejaron continuar. Una vez que volvió a arrancar la unidad, el líder pasó visita a los distintos grupos para ver en qué condiciones estaban.
Lo que vi en primera fila es contradictorio. Muy subjetivo, sí, carente de datos duros, también, pero real. Un juego maligno: permitir el avance de migrantes por el territorio nacional; lucrar con su necesidad, a sabiendas de que en la frontera se quedan varados, perecen ahogados o, como acaba de suceder en Tijuana, muere el padre con su hijo en brazos al intentar brincar el muro fronterizo.
¡Como que no se vale!
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