Nacemos inmersos en una serie de contextos de todo tipo: sociales, económicos, culturales, relacionales, históricos y un largo etcétera. Estas condiciones nos fueron dadas. No escogimos el lenguaje, la nacionalidad, la religión, la etapa de desarrollo tecnológico y científico de nuestro tiempo así como tampoco escogimos las ideologías y convicciones generales de la porción de mundo a partir de las cuales nos relacionamos con nuestra existencia.
Lo cierto es que, aun sin escogerlas, cada una de esas corrientes culturales que dieron coherencia a nuestras interacciones con los demás, con el entorno y con nosotros mismos, se convirtieron de manera natural en las estructuras que nos han hecho inteligible el día a día al grado de que terminamos por asumirlas de forma irreflexiva y automática como verdades necesarias.
Gracias a ese entramado de «saberes», que no está claro cómo, dónde ni de quién los adquirimos, establecemos que el mundo es el que es. Y seguirá siéndolo en tanto no colisionemos con una idea o postura que desafíe las certezas que hemos validado. A estos modos de conocer el mundo lo llamamos «creencia».
Como explicó Luis Villoro, “si tomamos «creer» en su sentido más general significa simplemente «tener un enunciado por verdadero» o «tener un hecho por existente», aceptar la verdad y realidad de algo, sin dar a entender que mis pruebas sean o no suficientes. En este sentido general, saber implica necesariamente creer, pues no se puede saber sin tener, al mismo tiempo, algo por verdadero” (1).
Por su parte, una «convicción» nace cuando una creencia deja de ser inconsciente, cuando a fuerza de razonarlo, nos convencemos de que una idea, un argumento, una esperanza nos resulta verosímil y lo suficientemente valiosa y deseable como para asumirla como propia e integrarla en nuestro código ético y moral aún cuando sostenerla pueda acarrearnos consecuencias indeseables. Como apunta Luis Villoro, “Puedo mantener muchas creencias en las que nunca he reflexionado, sin fundarlas en razones, pero en el momento en que ponga en cuestión cualquiera de ellas, tendré que justificarlas”(2). Esto implica que mientras no reflexiono acerca de mis creencias puedo conservarlas intactas, pero en cuanto las desafío, o las descarto y las sustituyo por otras, o se convierten en convicciones.
Desde luego, dicha convicción no se trata de un saber absoluto y cerrado sino de una certidumbre interior susceptible de reformularse, evolucionar o sofisticarse. En oposición con la creencia, que casi nunca sabemos cómo se implantó en nuestra psique, la convicción es producto de nuestra facultad de construir y racionalizar conscientemente los contenidos que articulan los relatos que conducen nuestra existencia.
Una vez asumida esta posibilidad, la pregunta que emerge de manera natural sería: ¿hay unas convicciones mejores que otras o cualquiera que se escoja tiene el mismo valor? Y en caso de que unas sean preferibles a otras, ¿bajo qué criterio se escogen las más valiosas?
Lo primero es decir categóricamente que sí, que en efecto hay convicciones más deseables que otras y por eso el definir criterios para jerarquizarlas resulta fundamental. Ya dijimos que una creencia –y en este caso aplica igual para la convicción– puede ser verdadera o falsa, puede ser fundada o infundada y por último, puede ser funcional o disfuncional.
Uso con toda intención la palabra jerarquizar porque, por más que resulte políticamente incorrecto decirlo, hay ideas y valores más deseables que otros. El nazismo hitleriano no es intercambiable en términos de valor con la desobediencia civil pacífica de Gandhi, por más que todo mundo sea libre de pensar lo que quiera.
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(1) Villoro Luis, Creer, saber, conocer, Segunda Edición, Decimoctava reimpresión, México, Siglo XXI, 2016, Pág. 15 (2) Íbidem, Pág. 81
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