Entre los cuatro iconos históricos que utilizó el presidente Andrés Manuel López Obrador se encuentra el de Francisco I. Madero.
Es un personaje sobrevalorado hasta el absurdo, ya que llevó a la Revolución mexicana a un movimiento mucho más largo en el tiempo y violento en cuanto a las víctimas provocadas, y sí, sus mismos acólitos se desesperaban por su ingenuidad y sus bandazos. “¡No fusila!”, no dudaron en declarar algunos, al confiar en quien no debía y desconfiar en quien tuvo que haber confiado. Practicaba el espiritismo y afirmaba hablar en sus ceremonias con Benito Juárez, bastaría ello para quitarlo de ese sitio inmerecido en el panteón nacional: excesos en la prensa en contra de la investidura presidencial por su carácter pusilánime ante esos excesos y ofensas, otra de sus taras.
El presidente Andrés Manuel López Obrador dejó al que así lo quiso insultarlo en cualquier espacio y/o foro, llegando al paroxismo de haberlo “PENDEJEADO” como fue en los casos penosos de Héctor Aguilar Camín y el patético payazo Brozo. Todo lo anterior, y algunos no lo ven, es contraproducente, ya que, guste o no, su investidura es una FIGURA DE AUTORIDAD, y uno de los grandes flagelos que padece México es ese: una falta (en ocasiones nula) a toda figura de autoridad, desde la Familia, la policía, la empresa privada, la escuela, etc.
Hace días vimos a un ciudadano agredir (con cero consecuencias) al presidente del Senado de la República, un día después, otro esperpento de persona osó aventar una botella llena de agua al presidente en su visita a Veracruz (pudo bien haber sido una bala, como ya ha ocurrido en nuestra Historia) y lo mismo, ni siquiera una mínima sanción administrativa.
Ejemplos han sobrado en el sexenio qué languidece, y esperemos que en la próxima administración federal encabezada por la Doctora Claudia Sheinbaum se pueda observar un cambio importante en tan delicado tema, que vamos, el elemental sentido común nos puede ilustrar la frontera de lo que supone el ejercicio de un derecho inalienable de la libertad de expresión, a otros actos que rayan o caen en francas violaciones a las leyes y que, insisto, los ejemplos al ser públicos, permean a la sociedad toda, atentando contra el más básico sentido del respeto a toda figura legítima de autoridad.
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