Que Tijuana forme parte de la lista de ciudades más violentas en el mundo puede ser un desacierto para la frontera de por sí golpeada. Es violenta, es cierto, el crimen organizado y el delito se han vuelto parte de la vida diaria; con todo, dudo que sea una de las ciudades más violentas en el mundo. No es borrarla de la lista, se trata de evitar que sea un lugar en donde habiten personas insensibles, cada asesinato nos está llevando a la indiferencia, a la morbosidad por saber con cuántos muertos cerró el día y es triste que esto se vuelva parte de la normalidad.
Tijuana, el inicio o el final de la Patria por donde entra, sale y donde se estaciona la maldad, es una tierra mágica en donde también se estaciona, crece y vuela la gente productiva; el lugar para los unos y los otros estaba establecido, ahora no, ahora es casa de todos para todos. La boca del llamado “Cuerno de la abundancia” es ahora un embudo perforado por las balas.
Todos los muertos en las calles tienen una familia. Todos tuvieron un amor, muchos desamores, un compadre, amigos y aunque sea, un enemigo que fue quien los mató. Todas las vidas arrebatadas por las balas tienen una razón para alguien y son una inmoralidad para los demás. Las imágenes de los fallecidos que se publican en los medios son cotidianas y es lo que roba la compasión, lo que roba la sensibilidad.
Tijuana no es la ciudad más violenta del mundo, eso es una verdad. Lo que sí es una verdad, es que, en Tijuana, se está fortaleciendo la indiferencia, se está provocando que no se sienta nada. Los asesinatos diarios están causando que los niños aprendan a vivir entre violencia y se les haga fácil unirse a ella porque es parte de su normalidad.
Hace unos días, regresando del otro lado de la ciudad en el transporte público, vi cómo bajaban el cerro dos chiquillos y se acercaban a un cadáver, se quedaron viendo el cuerpo y con el pie le empujaron un brazo; supongo que supieron que estaba muerto y tranquilamente caminaron cerro arriba. Hubiera querido saber qué se decían uno al otro, quizá era un conocido, quizá no, lo que sí, es que esas dos criaturas ya conocen la muerte en abandono.
Dicen que son todos delincuentes, que por eso los matan y que se lo merecen; aunque sea cierto, ¿por qué debemos ver, saber y acostumbrarnos a tropezarnos con un muerto en la calle?, ¿por qué tenemos que aprender a oler la sangre?, ¿por qué un niño, sin sentir nada, puede decir que vio un muerto en la esquina de su casa?
Entrado marzo, dos hombres yacían abatidos por las balas al mediodía en el estacionamiento de una tienda, como siempre dicen, fue un ajuste de cuentas, un mal negocio. Estas dos muertes estuvieron protegidas por dos perritos: un perrito blanco y café, dormía sobre las piernas de su amo muerto y un perrito negro rondaba el cuerpo del otro, las ambulancias y los servicios periciales no podían acercarse a los cuerpos porque los perros no lo permitían.
Así es, esto comprueba por millonésima vez, que no importa qué tan malo sea el amo, qué tan mal lleve su tiempo, qué tan absurda haya sido su vida, los fieles perros no ven los defectos de nadie, una vez que se acercan y se sienten queridos, se quedan para siempre, hasta la muerte.
El perro que duerme plácidamente al lado de su amo muerto, revela la camaradería. Pareciera que el perro ha cuidado también el alma de su amo o quizá comprendió que finalmente su amo no tiene más problemas y descansaron juntos, uno durmiendo y el otro sin respirar.
La imagen del perrito durmiendo junto al muerto duele por todo lo que sucede alrededor, las sinrazones de la violencia y las razones que el perro no entiende o quizá entienda mejor que nadie. Esa cruda imagen al menos, devuelve de golpe la sensibilidad que de pronto desaparece en el diario vivir de los tijuanenses: si no fuera por estos dos perritos, habrían sido dos muertes más que se suman a las de marzo.
Porque la han golpeado y muchas veces la han olvidado, la ciudad se protege con un velo de insensibilidad, sin embargo, Tijuana se duele todos los días por todos sus habitantes y sí, también le duelen los perritos que se quedan sin su dueño por culpa de la pólvora esparcida.
Por eso estoy aquí
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