Las presentaciones de libros con formato y en secuencia dentro de las ferias parecen sacrificio humano en tiempos modernos. Los reflectores encandilando y calentando como pollos rostizándose delante de su futuro comprador. También los hay que no alumbran nada y habrá que enfocar la vista y apuntar el libro hacia la luz.
Habla, lúcete, regala la mejor o peor sonrisa, estás en exhibición, así, como los pollos, el de menos pellejo, el de muslos más gordos, que chorreé menos grasa y si acaso el de pechugas gigantes, cualquiera de esos pollos ya se vendió. Antes tuvo que pasar por su proceso de engorda en encierro, o de hambre según se vea por aquello de las hormonas, su tiempo de soledad casi absoluta para no distraer la crianza, la convivencia a través de los alambrados con los otros pollos o las gallinitas ponedoras, todo de camino al matadero en el que se verán expuestos al mejor postor para terminar en el mencionado rosticero al que vuelvo, al sacrificio público de los escritores que han pasado su proceso de encierro, de soledad, de alimentación chatarra e inhibidores del sueño, de comunicación tras los alambrados -llámese en éste caso dispositivos electrónicos- y de deudas.
Mientras sus letras llenaban el ordenador o las libretas, el mundo se movía, las otras personas comían, corrían, se sofocaban, dormían. El escritor empedernido pierde la calma en su espacio reducido y no es posible que salga porque su preparación para el sacrificio aun no termina. Punto Final. Al matadero. A la espera. A la piedra del sacrificio.
Se encienden los reflectores y ahí estás, en una presentación de tu obra. Todos esos, frente a ti, puede ser que te compren, puede ser que solo quieran la foto de ti sudando y encandilado, puede ser que solo quiera robarte un beso, porque después de todo tu peor sonrisa les encantó y poco les importó lo que cuenta tu libro. Otros se quedaron porque al pasar te vieron chistosito o les gustó tu chamarra, que ni al caso porque hace calor, no sé qué pensabas cuando te vestiste.
Ahí viene la fastidiosa sesión protocolaria, aprendida de memoria por el elegante presentador institucionalizado que le borra la sonrisa a cualquiera y por supuesto las ganas de quedarse a escuchar.
Tardas mucho tiempo en romper el hielo porque el maestro de ceremonias lo congela todo.
Ahora la chamba es toda tuya, desde el aplauso que intenta ser el picahielos hasta el grito del que ya quiere preguntarte algo y no sabe quién eres, es solo que vio mucha gente y pensó que eras alguien muy importante.
Cuéntales de qué trata tu historia en el papel y no olvides decirles que el proceso de engorda fue devastador y también diles si quieres que lloraste un poco o te reíste a morir, tú diles lo que quieras, es más, ni les digas de que trata, platícales un chiste muy malo y cuéntales de tu kínder. Lo que sea que al fin el tiempo que tienes son solo cincuenta minutos y pasan rápido, aunque en realidad los primeros veinte parecen eternos y nada agradables, sobre todo cuando tienes antes de ti, otros tres presentadores, el que te conoce y habla bien de ti, el que se tuvo que soplar tu obra para desbaratarla porque no le gustó la estructura o la alaba como perfecta porque no tiene idea del género que tiene en sus manos.
Ya se sabe que vas directo a la guillotina por puritito gusto, bien lo valen los boletos de avión, el hotel y las comidas pagadas. Échale nomás cincuenta minutos y llégale después a la fiesta con tus cuates, esos que ya conocen de ti lo peor y que además tenías abandonados por andar escribiendo libros.
Casi al final de tu majestuosa presentación, con todo el hielo ya derretido y tus espectadores convertidos en amigos te preguntan hasta de qué color son tus calcetines hoy. No te acomodes demasiado y no te sorprendas, no te escapas de un aire gélido como llegado del ártico que viene a estropear tu trabajo y a volverestático tu escenario, como si nunca hubieras empezado.
Sí señor, vuelve el protocolo de cierre ridículo para detenerlo todo, la entrega de tu reconocimiento de la mano de la lectura de toda la leyenda con todo y fecha y firmantes.
Ahora sí, de nuevo, aviéntate tú solo el paquete y carga tu picahielos porque te toca firmar todo lo que vendiste.
Es cierto que hay escritores a los que les apasiona el resplandor de los reflectores y no se conforman con un par, requieren de todos los posibles, será que con ello se ciegan lo suficiente como para no ver y eso les aminora la sensación de ser observados.
A algunos otros no les bastan sus cincuenta minutos y exigen horas o se cuelgan sin pensar que hay alguien más esperando la sala, tanto tiempo confinados a las libretas necesitará de ojos y oídos a la hora del sacrificio.
Otros, tan acostumbrados dormirán con la luz encendida y las ventanas abiertas para sentirse observados todo el tiempo.
Otros que no quieren acompañantes ni presentadores o comentaristas que les eleven el ego con la lectura interminable de sus hechos y sus desechos y prefieren vivir su tiempo de sacrificio, solos a manera de masoquismo.
Cuando los que saben cómo es eso, ya saben qué pedir y qué eliminar dentro de un protocolo institucionalizado inventado por quien sabe quién, muchos no sabemos que podemos pedir y eliminar y nos quedamos con lo que está establecido y nos aguantamos porque luego nos dicen divos, pedantes y mamones, ellos no entienden que se llama susto, nerviosismo o acato de la norma.
Me gusta que los escritores se salgan de los parámetros y que hagan lo que se les dé la gana, que digan lo que se les antoje, digo, ya lo hicieron mientras escribieron, que se permitan venderlo como mejor les plazca, solos o con la comitiva completa, allá ellos y sus cincuenta minutos, ya suficiente es con el hielo impuesto como para no permitirse un sacrificio público a placer.
Aplauso a los escritores que se enfrentan al ejecutor y que lo hacen con la mejor o la peor sonrisa, con egos o sin ellos a la moda o en fachas, que con todo y la guillotina enfrente lo disfrutan, se divierten igual y además venden.
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