En su ‘face’, ‘el rober’ recomendó escuchar “musiquita pa’ la misa dominical, y recordé que: De niña, me gustaban las misas de rostros cubiertos con un velo. De señoras de vestidos oscuros y señores de traje. De niños de la mano de sus papás, de silencios revueltos con sollozos, de silencios cantados y cantos perdidos en las cúpulas. Me gustaban las misas de solemnes acólitos vestidos de blanco y rojo y el olor de las iglesias. Me gustaba que me salpicara el agua bendita y el humo del incienso pasara delante de mis ojos. Me gustaba el ritual de domingo con canciones y plegarias que, de niña, no me decían nada, sin embargo, me dejaban una extraña sensación de levitación; durante la homilía, yo veía fijamente y sin parpadear la imagen del cristo crucificado que, en una ilusión óptica, aparecían ruedas blancas que giraban alrededor. Me gustaban las misas dominicales porque me ponían el vestido rosa de encajes de mi tía grande y un velito redondo en la cabeza, me gustaba llegar de la mano de mis tías, aunque se rieran de mí porque el vestido me llegaba a los talones.
De adolescente, las misas no eran igual, se convirtieron en un desfile de modas y una algarabía social, además, asistir a misa era la condición para poder salir a pasear con los amigos por la tarde. De grande, no iba a misa y los domingos solo eran domingos; de más grande regresé y desistí cuando el sacerdote recitó la misma anécdota a manera de sermón cuatro domingos seguidos y solo cambió el nombre del pueblo y de uno de los personajes. Terminada la misa, el sacerdote salía a saludar a los feligreses y le dije que ese sermón lo debía cambiar y que si quería yo le contaba una que otra historia para que la incluyera en sus cuentos del domingo. Se enfadó por supuesto, y no le quedó otra más que felicitarme por haber puesto atención.
Me parece que los sacerdotes saben que nadie pone atención a sus palabras y por eso los sermones hablan de cualquier cosa, dan mensajes que los asistentes no necesitan y quienes lo necesitan escuchar, nunca van a misa. Los señores del vestidito blanco, como los llamaba mi papá, se saben igual que nosotros, todas las letanías de memoria. A veces, escucho misa en la radio y repito cada palabra con todo y las canciones que entonan las monjitas.
En misa, la gente se vuelve extraña. Abren los ojos para ver el copón alzado, abren los oídos para escuchar mientras piensan en lo que no quieren ver afuera de la iglesia. Cuando entro a una iglesia, a veces solo voy a ver cómo la gente acomoda sentada de piernas juntitas, cierran la boca y se santiguan cada bolita del rosario pasada entre los dedos, la gente se vuelve extraña, desconocida, solitaria, casi triste.
No volví a las misas de domingo, voy cualquier día a la iglesia cuando no hay misas. Cuando no hay misas, hay señoras de vestidos oscuros y señores de traje, silencios revueltos con sollozos y plegarias distribuidas entre los pocos arrodillados con la mira fija en el cristo crucificado que seguramente, sigue teniendo ruedas blancas volando alrededor.
De todas las formas hoy voy a ir a misa porque es domingo y ‘el rober’ dijo. Como en muchos de los sermones, esto que leyeron no es nada importante, pueden ir en paz, el texto ha terminado.
Por eso estoy aquí
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