Cada vez que salgo a la calle y me alejo de los rumbos que conozco, me encuentro con personajes que no sé si están para que los vea o los rumbos por donde se me ocurre transitar están llenos de ellos. Por cierto, son todos flacos y la mayoría no tienen dientes.
Me detuve a comprar un par de duraznos en un puesto, de esos que instala la gente afuera de su casa y que uno alcanza a ver la cocina y personas viendo televisión. Este puesto era atendido por un jovencito y su papá. Mientras elegía los duraznos, el chico hablaba de comer guanábanas para bajar de peso y su papá le dijo que es lo que dice siempre, después de comerse seis tacos.
¿Se comerá los duraznos mientras camina? —me preguntó el señor— permítame lavarlos, dijo sin esperar mi respuesta.
Adelante, recargado en un poste, estaba el hombre flaco sin dientes. Vi que no tenía dientes porque le sonreía a una tortilla de harina que extendía con sus manos, y le hablaba.
—Qué linda amaneciste hoy, ¿verdad que sí? Yo también pensé que el día está muy bonito. Sí, tienes razón, hace calor. Bueno, es que el otoño no se atreve a llegar.
Me senté en el quicio de una casa a comer uno de los duraznos, saqué mi libreta y escribí lo que escuchaba. No podía perderme esa conversación, digo, en una de esas ¡la tortilla le contesta!
Pasa siempre —siguió diciendo sin apartar sus ojos de la tortilla— ya vez que el otoño se parece a mis amigos, se tardan en llegar. Si, no te preocupes, tú y yo ya somos hojas caídas y eso es mejor que estar amarrados al árbol. Si, si me acuerdo, ¡claro! de eso hace mucho tiempo. Mira, ¿ves? Es lo mejor que nos pudo pasar, si hace viento, nos vamos y si llueve flotamos en el río de agua. ¡No! Eso no, ¿cómo se te ocurren esas cosas? Eres tan chistosa, siempre me haces reír. Si, si vamos a ir, esas fiestas son divertidas, siempre hay música de violines y guitarras. No, esta vez no voy a bailar, solo voy a escuchar.
El hombre se quedó serio de pronto y sus ojos se movían como bailándolos de un lado para el otro. Acarició la tortilla, la dobló con cuidado como si de una hoja de papel se tratara y la metió a la bolsa de su pantalón.
Me levanté del escalón y le ofrecí el otro durazno. ¿Quiere un durazno? Señor, tenga. Oiga, le regalo esta fruta.
No, el hombre que platica con su tortilla no hablaría conmigo, él no estaba ahí. No escucha, no ve, no está, solo existe junto al poste. Vive en otra parte, es un lugar en el que suenan violines y guitarras, un lugar que se parece al otoño, ese que no se atreve a llegar, así, como sus amigos, siempre tardan.
Por eso estoy aquí
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