Para Arnoldo

Quise pensar que podría platicar contigo, hoy, domingo de lluvia...

9 de diciembre, 2016

Quise pensar que podría platicar contigo, hoy, domingo de lluvia cuando el aire dejó de oler a basura, cuando ya el agua arrastró la mugre de las calles, cuando parece que revive un árbol seco y porque pudiera ser un domingo de paseo por los ranchos, por el pueblo ese, en el que te esperaban tus amigos con unos taquitos de birria o por la ciudad chiquita de la fruta de horno y los rollos de guayaba.

¿Qué sería de ti ahora, contigo aquí? Pocas veces me he hecho esa pregunta y hace muchos años dejé de imaginar qué sería de mí contigo, o de ti conmigo. Creo que el tiempo que se vive en este mundo de errantes, no era para que lo entendieras, ni siquiera para que estuvieras presente en él. Son tiempos distorsionados, “sin ton ni son” habrías dicho tú.

Esos ranchos son ahora pueblos grandes, esos pueblos son ahora ciudades y las ciudades esas, hoy, casi no alcanzan nombre. Bien me lo dijiste en aquel apacible viaje a Tlalpujahua, cuando dije que, de grande, yo quería vivir en un pueblo: “Hija, cuando estés grande, ya no habrá pueblos”, y no hay; hay apenas unas rancherías en intento de civilización que tardan en representarse a sí mismas, son las muestras que quedan de ese pedazo de mundo que conocimos de tu mano, aunque no se pueda llegar, ni encontrar tan fácil.

Esos lugares de personas sencillas, de domingos de jaripeos y sábados de fiesta en la plaza son muy pocos, y la gente ahí, también se pelea. En este mundo que ya no viste, la gente vive enojada, ninguno sabe en realidad por qué está enojado, así amanecen y así se van a dormir; sea que somos tantos, sea que la gente quiere vivir arremolinada en un solo espacio, o sea nada más, porque así debe ser sin otra razón más que, así debe ser el mundo.

Dirías quizá, que, en tu tiempo, las cosas eran lo mismo, que el caos era lo mismo solo que con menos gente, que era difícil que se atropellaran unos a otros y que, a final de cuentas, el mundo ha sido siempre lo mismo. Hoy, la gente se atropella de muchas formas, sobre todo a larga distancia, se atacan y se dicen mentiras, todo con letras y figuritas; se presumen y viven bien contentos a larga distancia, de cerca, no se sabe cómo son.

Es el tiempo de ranchos grandotes en los que no se compran esferas de vidrio soplado en cualquier esquina y la fruta de horno ya se vende en una panadería, los rollos de guayaba se venden en las tiendas de autoservicio y, por supuesto no son ni saben igual, los tacos de birria siguen en las esquinas, solo que no se sabe qué animal usan para la carne, la cecina dejó de ser carne de venado casi desde que te fuiste; el teléfono pegado a la pared no existe y la gente que tuvo uno, no lo recuerda.

Las lluvias de domingo con olor a tierra mojada y pueblos de plazas mojadas aparecen en el recuerdo, en eso que llaman nostalgia, ha de ser porque uno se recuerda a sí mismo en el tiempo sin querer precisamente volverlo atrás, es solo eso que se guarda en el cerebro y regresa con una lluvia temprana de domingo.

Qué bien se siente saber que el cerebro no vive en vacío, qué bien que las lluvias tienen la afición de traer tesoros en forma de tonadas musicales de Pedro Infante, El Piporro y El trío Los Panchos, qué bien eso de tener un cerebro al que le caben los recuerdos que nos hacen despertar con una sonrisa.

Qué bien hace, saber que podemos seguir andando y que somos eso que nos formó, eso que nos hizo crecer. Qué bien que el cerebro guarde esos pueblos y ranchos, la gente sencilla y la comida simple; son los momentos que deben persistir para saber que el mundo que se vive, sin ti, aunque sea el mismo, sigue siendo un mundo bonito. Y no, de grande no vivo en un pueblo, el pueblo lo dejaste instalado en mi mente, un remanso en el que se vive bonito, sobre todo cuando llueve.

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