La natación y la vida

Aprendí a flotar muy pequeña.

21 de julio, 2017

Aprendí a flotar muy pequeña. No recuerdo si utilicé algún flotador como ayuda y no recuerdo las manos que sumergieron mi cabeza en el agua por primera vez. La primera alberca si la recuerdo bien, era enorme y el agua era un hielo derretido. Era la alberca del deportivo Venustiano Carranza en Morelia. Entrar en esos recuerdos medio siglo después, se parece a nadar sin goggles en aguas turbias, no se ve nada y con todo, sigo nadando buscando el fondo, la orilla o la rama caída que me detenga para limpiar mis ojos y seguir, seguir en el entrenamiento de recordar.

Recuerdo los nombres de mis primeros maestros, los que me enseñaron a recorrer 25 metros a lo ancho de la alberca solo flotando y después, a nadar cada estilo. Ejercitar la coordinación fue lo primero que necesité para que cada uno de los estilos tomara la forma estética que requiere el cuerpo para ser un buen nadador, no recuerdo cuándo fue la primera vez que recorrí los 50 metros nadando bien.

“El Conejo” (nunca supe su nombre), Noel Díaz, Adalberto, que tenía un sobrenombre que se borra en la memoria, algo así como ‘Mazolote” (no me crean mucho) y el gran “Teacher” fueron maestros que se dedicaban a llenarse de satisfacción cada vez que un chiquillo lograba la gran hazaña de saber nadar y nadar bien. La historia de cada uno de esos maestros no se detuvo con aquellas clases, cada uno ha tenido éxito en sus vidas, es como si todos hubieran planeado una gigantezca alberca en la que siguen nadando.

Ernesto Montero Sosa, “El Teacher” fue el entrenador que formó el equipo de competencias y con él, nos cambiamos de alberca. Una no me gustó al principio porque tenía solo los 25 metros, el ancho de la anterior y estaba llena de niños a la hora de las clases. Como la alberca del deportivo era más grande, nos costó mucho poder adaptarnos a los carriles asignados. Este montón de nadadores en un mismo carril, fue una lección dentro de todas las que el Teacher nos daba: aprender a respetar y aceptar capacidades, velocidades y, sobre todo, pensar siempre en los demás empezando por uno mismo.

No se podía nadar por el carril haciendo brazadas abiertas, ni patada con las piernas dobladas, tampoco las respiraciones podían ser volteando el cuerpo completo y debíamos evitar detenernos o bajar la velocidad, si lo anterior sucedía, lo único que provocábamos era golpear al compañero y movernos por el carril en todas direcciones arruinando el entrenamiento y salirnos enojados de la alberca. 

Aprendimos a circular en orden, a respetar y a entender. Es pues, una metáfora para la vida diaria, si nado con estilo, voy en línea recta y respeto a quien se detiene no hay forma de tener un problema con los demás, con nadie, ni en actitudes, ni en pensamiento.

No sé si los maestros de natación piensen en esto y tampoco sé si los alumnos hayan caído en la cuenta de que su vida tiene un orden, una coordinación y un respeto muy característico.

Yo no enseño a nadar porque todos sabemos nadar, solo que no sabemos que sabemos. Acompaño y guío para que ellos enseñen a su mente a eliminar los miedos, entrenen su cuerpo y sus pulmones, aprendan a mover el cuerpo dentro y fuera del agua y les aseguro que, pensando, observando, sintiendo y coordinando el cuerpo y la mente en una alberca, lo podrán hacer fuera de ella.

Cuando mis alumnos de todas las edades logran flotar, cuando logran la figura que cada estilo requiere me siento satisfecha, no porque yo haya logrado algo, sino porque cada alumno logra para sí un reto importante. Todo radica en la confianza que cada persona tenga en su guía, en su maestro. Me alegro mucho con ellos porque superan un reto, porque su felicidad a veces no cabe en la alberca y es una alegría que llevarán en su equipaje diario por toda su vida.

Estoy dando clases en campamento de verano, son 52 niños de cinco a doce años divididos en dos grupos, los que saben y los que aún no pueden. Fue la cuarta clase que cambió en ruidos, en los gritos, en las voces y el orden. Sonrío, no sueno el silbato para que guarden silencio, conozco bien ese cambio, ese desorden. La algarabía es muestra de la seguridad y la confianza que ya tienen todos. Ya brincan de la orilla, sus caritas sonríen de contento y sus cuerpos se deslizan poco a poco hasta alcanzar el otro extremo, los pocos que se ayudan con flotadores pronto los dejarán y los que pueden solitos ayudan a quienes vienen atrás.

Si, son muchos niños y eso les está enseñando lo que aprendí a su edad: todos somos diferentes, todos tenemos diferente capacidad y todos debemos respetar el carril que nos toca sin lastimar o hundir a los compañeros y, sobre todo, nos hace compasivos con el miedo de los otros.

Los alumnos pequeños que he tenido a lo largo de casi 15 años, querrán acordarse medio siglo después, cómo fue que aprendieron a nadar y espero haber sabido darles esa misma lección de vida que me dieron mis maestros, aunque no recuerden mi nombre. Cada uno de los alumnos, después de su logro, decidirá el carril o la alberca de su vida y seguramente lo harán tomando las clases como ejemplo para no ahogarse bajo ninguna circunstancia adversa que se les presente en el trayecto. Nadar es cosa del pensamiento, es cosa de confianza, de seguridad en sí mismo y de las manos que se elijan para seguir avanzando.

Cada brazada, cada patada, cada respiración, tiene una relación con el comportamiento diario y se me ocurren infinidad de ejemplos, por eso creo que existe la literatura de las albercas y tantos escritores nadan.

Escribe Juan Villoro, en su segundo libro de cuentos Albercas: “Al oír a Naief [Yehya] entendí que estaba ante algo más intenso que el ejercicio. Ese esfuerzo tiene sentido por la presencia de los otros. Se trata de una convivencia extrema, un peculiar juego de conjunto donde los participantes luchan entre sí. El único otro deporte que se le parece es la vida diaria’.

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