En las filas, en las paradas y viajando en transporte público, en las bancas del parque, en el restaurante esperando el platillo. En las salas de espera, en los semáforos, en cada lugar que sugiera espera, la gente atiende y se distrae en la pantalla de un teléfono celular.
Antes de las pantallitas, ¿qué hacía la gente mientras esperaba? Observaba su entorno, saludaba al vecino de fila, ¡PEN-SA-BA! Resolvía algún conflicto, planeaba su día, recordaba sus agendas, ¡PEN-SA-BA! Planeaba, escuchaba los sonidos, las voces y encontraba amigos o conocidos. Tomaba fotografías en su mente para luego platicarlas en la sobremesa, decía buenos días, buenas tardes, buenas noches, ¡PEN-SA-BA! La gente pensaba mucho, pensaba siempre, saludaba y sonreía más.
Con las pantallas digitales, el pensamiento está dirigido hacia la nada, al vacío. Ahora el pensamiento depende de las ideas ajenas, se deja controlar por otros cerebros. La gente se sugestiona más fácil, se preocupa por situaciones lejanas y se olvida de sus cercanías.
Mientras camino, me atropellan los autómatas, en las filas me respiran en la nuca, en el transporte público voy escuchando conversaciones que no me importan y se cuela el desagradable agudo de la música en los audífonos de otros.
En las avenidas, la gente choca, se tropieza, cae en baches, se pasa los semáforos en rojo. Amarran a los niños con correas para poder atender el teléfono. Atropellan peatones, que también llevan celular en mano. Matan gente que, por llevar audífonos a todo volumen, no escuchan el claxon de los automóviles. La gente adicta al celular no piensa en su momento, en su tiempo, en lo que está pasando mientras les vaga el cerebro por el internet. La gente ya no quiere pensar y si lo hace, es porque quiere recordar en dónde carajos dejó el celular.
Ya nadie recuerda un número de teléfono o el apellido de la persona en su lista de contactos. Si no agendan electrónicamente una cita, la olvidan. Activan alarmas que les recuerden actividades pendientes y hasta la hora en que deben tomar su medicamento porque su cerebro, ya no tiene memoria.
Mandan mensajes a la familia cuando están con los amigos y cuando están con la familia no tienen de qué hablar y hacen lo mismo, al contrario. Se vuelven diestros con dos dedos en el teclado del teléfono y se olvidan de la virtud de la palabra pensada, hablada y el contacto visual.
Apunto a la gente, aunque yo también sea gente, más no parte de la que ve su teléfono cuando no tiene nada que hacer. Me gusta todavía, pensar, observar y grabar imágenes que luego platico y escribo. Me gusta sonreírle al que, de pura chiripada guardó su grillete electrónico. Me gusta saber lo que pasa cuando paso, ¡PIEN-SO! aunque no siempre pienso correctamente. Apunto en mi mente y cuando puedo olvidar, apunto en una libreta, con una pluma, ejercitando cerebro, brazo, mano, dedos ejercitando la imaginación.
Y luego se andan quejando de que la comunicación no existe y repiten sin cesar que los valores se están “perdiendo” cuando lo que están perdiendo es el talento de pensar, hablar, dar la mano, abrazar y sonreír.
Por eso estoy aquí
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