Gente en la calle

Hablar con la gente, con la que no es necesario saber su nombre o su domicilio, hablar con ellos en la calle...

23 de marzo, 2018

Hablar con la gente, con la que no es necesario saber su nombre o su domicilio, hablar con ellos en la calle, estacionar los pies cuando otro hace lo mismo y que después de un “buenos días” y un tema en común, pase el tiempo sin sentirse.

Camino siempre y siempre lo escribo. Camino cuando llueve y cuando hace mucho calor, ando en bicicleta y uso el transporte público y me preguntan si no tengo automóvil, alguna vez tuve uno o tres y soy buena manejando, me sé todas las reglas de vialidad y tengo licencia para manejar, solo que sigue siendo mejor eso de caminar.

En donde vivo, no hay mucho de romance en las calles, ni balcones, ni parques en donde las flores hacen fiesta. Tampoco árboles o bosques que inspiren la ensoñación. No hay callejones que inviten a curiosear ni callecitas empedradas recién llovidas. En Tijuana, el romance en las calles se inventa porque no existe, y para crearlo hace falta caminar.

Y la gente que encuentro, no es la que pintan los grandes artistas, no son los viejecitos que se retratan en blanco y negro. La gente con la que hablo tiene voz y luz propia, puedo ver las marcas del tiempo en sus manos, los dolores en las arrugas de la piel, la risa que ha pasado por sus vidas, ellos ven las mías.

Son esos maestros que salen de una carpintería a tomar un descanso, son indigentes que buscan cartón, son barrenderos que se sientan junto a un árbol seco; mientras estén en la calle, son callejeros, igual que yo. No salgo a buscarlos, ahí están, los saludo y platicamos. Son, tengo que decirlo, conversaciones mucho más interesantes que las de una reunión social entre conocidos que ya se saben.

Hablar con la gente rara, con los trabajadores de una construcción, con las señoras que empujan un carrito viejo de supermercado, con los sucios o los abandonados, es aprender del mundo, todos ellos tienen mucho que contar, no hablan de política ni del clima, no dicen mentiras y si las dicen, son excelentes cuentos.

Platicaba ayer con dos. Uno que trabaja en lo que sea, lava autos, barre la calle de algún vecino, ayuda a las señoras con su mandado, se para en una esquina por si un anciano necesita cruzar la avenida. A veces le dan propina, la realidad es que no lo hace por la propina, dice que su dinero lo gana en una carnicería de 6 a 10 y luego sale a las calles a ver qué más puede hacer y a quién puede ayudar.

El otro, es trabajador de una carpintería, salió de la cárcel hace un par de años y lo emplearon como ayudante, platica de lo que ha visto y lo contento que se siente con su vida hoy, no hace drama de lo que le sucedió y dice que la gente ha dejado de preguntarle por la lágrima que tiene tatuada junto a su ojo izquierdo, con una sonrisa se borra todo, cuenta.

Los dos, además de otros y yo, somos amigos en común del buen Tony, aquel borrachín que les conté el día de la lluvia triste. Un día, hace casi tres meses, la patrulla vino por Tony, lo recogió porque ya no podía caminar y lo llevaron a un centro de rehabilitación, no sabemos a cuál y todos lo estamos esperando; sus perros, “Camelia” y “Chícharo” pasan los días deambulando por las calles porque ellos no saben que “Tony está en reparación”, dice el ayudante de carpintero.

“Camelia” ha venido a mi casa como preguntando por Tony y platico con ella, le doy croquetas, no quiere, ella quiere a su amo. “Chícharo” no, él vaga por la playa y regresa a dormir a la carpintería.

La gente con la que hablo es rara y divertida, nostálgica y melancólica. La gente de la calle hace que los balcones abandonados tengan macetitas con flores de colores. Pintan con sus aventuras las callecitas sucias y hacen que la rigidez del mundo tenga romance.

No sé cómo se llaman, ni siquiera “Tony” se llama Tony, así se bautizó un día y nadie sabe cuándo. Igual, todos en la calle somos Juan y Pedro, María y Lupe. Todos, en la calle somos iguales, lo de menos es el nombre y el domicilio.

Juntos, desde la acera, vemos cómo los automovilistas platican con invisibles por teléfono, van enojados porque el otro no avanza, se pasan el alto de disco afuera de la escuela, van acompañados por alguien y ninguno habla. Desde la banqueta, se puede ver cómo la vida les pasa de prisa a los autómatas y sobre la banqueta, el tiempo se detiene convirtiendo la calle en un paisaje que ningún artista puede pintar.

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