Como muchas mañanas, salgo a buscar letras que regala la calle. Pisé y recogí una pieza de periódico arrastrado por el aire de anoche, la extendí y ahí estaba Yolanda Ramírez Michel, no, no ella. Era la imagen de un robot destartalado en las manitas de un niño, me parecía que las manos pretendían hacerlo volar porque sus ojos miraban hacia arriba. Quizá el niño era el Sebastián del cuento Electrones de un sueño, de Ramírez Michel, cuando preguntaba a su mamá si era posible crear el robot más grande del mundo.
En la calle vagabundeaba Tomás Perrín, no, tampoco era él ni su foto y menos su persona en pasos, me habría emocionado tanto como asustado. Tomás, apareció solo en el grito de un joven que gritó tres veces: “Tomás, Tomás, Tomás”. Tomás, del otro lado de la calle, escuchó, levantó las manos y gritó, “¿¡Qué!?” “¡Dice mi mamá, que vayas por Perrín a casa de mi tía” —contestó el jovencito.
Una mujer, supongo fuera de sus cabales o muy dentro de ellos, vestía un gran sombrero verde, una blusa verde, falda verde larga de muchos pliegues, zapatos verdes de tacón cuadrado y varios moños verdes colgando por debajo del sombrero. Lo único que no era verde eran sus labios que estaban teñidos de un rojo carmín encendido y sonreía sola sacando las latas de cerveza vacías del basurero de la esquina. No, no era la Señorita Green, esa señora verde de la esquina, muy dentro de sus propios cabales, trajo a Guillermo Samperio a acompañarme en la caminata en busca de letras de la calle.
Más allá de seis cuadras y casi llegando al mar, estaba Desmond Morris. No, tampoco era él sentado en una banca, en la banca estaba un Mono desnudo. Un juguete que fue nuevo y supongo que algún día estuvo vestido, ahora, era solo un mono desnudo sobre la rota banca del parque, Morris se reúne a la caminata a través de esa imagen casi de terror porque el mono no tiene ojos.
Para cruzar la avenida hace falta valor sobre todo cuando los semáforos perdieron sincronía. Los malabares en los pies que suenan a “un, dos, tres, mejor no corro” y la mirada dirigida a la ida, venida y huida de los autos a toda velocidad se marea sin decidirse a cruzar. Una mujer lo logra primero que yo y aparece Elizabeth Cazessús. No, no es ella. La mujer debajo del semáforo en luz preventiva tiene frío y salió de su casa con un abrigo ligero que vuela con el viento de la mañana, ella da tres pasos atrás y emprende la carrera para llegar al otro lado. Su abrigo se levanta, ella corre, corre muy rápido. Es La mujer que vuela, no la de Cazessús, la de la avenida—pensé.
Decido esperar a que la avenida esté desierta. Veo el semáforo que de pronto cambia a la luz roja, se detienen los autos y cruzo con toda calma junto a Claudia Piñero, esa luz roja se convierte en Una suerte pequeña que aparece temprano. No, ni el momento ni Piñero tienen que ver con ese detalle. El detalle me recuerda la lectura y a su autora que se une a la caminata a punto de llegar al mar.
Escuché más temprano en la radio el reporte del clima para hoy. Dijeron que estaría soleado y la temperatura alta. Aun no, a esta hora hace frío y está nublado. En el momento que veo el cielo y sus nubes grises aparece Roberto Bravo, quizá más tarde sea lo que anunciaron porque ahorita, No es como usted dice.
Salí a buscar letras y no las encontré. Me encontraron siete autores y sus obras que no tienen nada que ver con las simplezas sucedidas, sin embargo, encontrar a Ramírez Michel, Perrín, Samperio, Morris, Cazessús, Piñero y Bravo, ha sido una divertida compañía invisible que caminó conmigo hasta el mar y ninguno se enteró.
No siempre hay letras, a veces son personas en forma de libro o libros que se dibujan en una avenida, en un pedazo de periódico, en un semáforo, en unas latas vacías, en dos jóvenes gritando y en mujeres verdes o voladoras.
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