Había dos canciones que cantábamos en la primaria. Una era, La Banda Dominguera de Jorge Carlos Portunatto, cantada por Imelda Miller por los años 60 y la otra, era una que hablaba de una tal Tía Mónica.
Ir a una plaza un día cualquiera (esta vez se trata de una en el centro de la República) todo en una plaza, por ejemplo, en Pátzcuaro, es muy distinto a una de frontera, aunque en una de frontera haya gente de Pátzcuaro porque, ¿cuántas plazas públicas hay en las fronteras que no sean “chopin centers” y que tengan rastros de historia?
En fin, el tema es que, la Banda Dominguera que siempre toca en la plaza con una tuba grandota y unos los platillos de lata. El perro que mueve la cola, el niño quiere un bizcocho, la abuela vende galletas y el cura pide devotos…tan divertida la canción como la algarabía de las plazas, es una fotografía de este México que somos, la imagen de todos los tiempos, de lo que está en nuestras raíces, de la historia que nos hizo.
Me recuerda el mural del pintor y escultor Juan O’Gorman, que está en la Biblioteca Gertrudis Bocanegra en la esquina de la Plaza Chica de Pátzcuaro. Así como sentados en una banca se puede ver al mexicano defendiendo su raíz, así se pinta en el mural, la historia de los purépechas siendo dominados por los españoles que, con todo y las pocas franquicias estadounidenses que ya existen, el pueblo se defiende con sus mercados, comida, artesanías, vestimenta y el trueque que aún es parte de sus pobladores. Son las raíces que quedaron y que siguen extendiéndose contagiando a los visitantes.
El mural, entre toda la historia que dibuja, está el cadáver de un purépecha enterrado que simboliza la muerte de la cultura. Ese cadáver, sin embargo, está protegido por las raíces de un árbol talado. Los conquistadores trataron de borrar la memoria de los nativos y se representa en la pintura con los arboles cortados, cosa que, hasta el día de hoy no sucede del todo porque cada michoacano se ha aferrado a sus raíces y ha defendido su cultura prehispánica.
Por eso se siente tan bien sentarse en una banca de la plaza, a sentir la sangre haciendo ruido como queriendo recordar, el México que somos.
Lo mágico de un lugar, no es, sino la genética que se mueve dentro de uno. Como alambres que hacen contacto y provocan una ligera descarga eléctrica en la sangre, sensaciones que no pueden ser explicadas más que con la palabra, magia. Escuchar las melodías que salen de las bocinas escondidas en los árboles y las voces purépechas que, sin entender lo que dicen, sí hacen que se remuevan vestigios de lo que somos y se reproducen en una sonrisa automática.
Y la Tía Mónica, que cuando va de compras decimos ¡uh, lala! Así le hace el vestido, el vestido le hace así. Y el sombrero y la pluma y la bolsa y ¡uh, lala!, una tía Mónica de todos, la indígena orgullosa que mueve las enaguas y la canasta llena de mandado, la tía de rebozo y trenzas que termina su trueque para regresar a su jacal.
Es el México que somos y que renace en cada plaza, en cada momento de niños aventándose agua de la fuente, de las nieves de pasta, las corundas y los huaraches. El México placero que se ríe con la nostalgia y le sonríe al desconocido sin vacilar. El País en una plaza que vende artesanías de mimbre y barro, que dedica su creación al mundo en manos de los extranjeros. La Plaza que entona música clásica, instrumental y purépecha para acariciar la historia y entregarla a los oídos de quienes deban recordar y fortalecer sus raíces.
La banca y la cantera, los portales y sus atardeceres. La lluvia con olor a tierra colorada del cerro, el granizo que golpea divertido en el agua de la fuente central y el cadáver de ese indígena que se permitió morir para crecer su raíz.
Para recordar y sentir quiénes somos, hace falta visitar una plaza, escuchar un mural que habla y aferrarnos al árbol del que somos raíz.
Por eso estoy aquí
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