Ya desde antes de la contingencia, mucho antes de la sana distancia, me afectaba la cercanía de desconocidos y a veces, de algunos conocidos. Soy parte de una familia que, en su mayoría, es de sangre de distancia, de abrazos de compadre (palmaditas en la espalda) abrazos de tres segundos. Eso sí, de sonrisas y mucha plática, de comentarios que son abrazos, de acciones que son cariños, de demostraciones importantes de afecto sin necesidad de acercamientos y muchas sonrisas de besos volados.
La sociedad y las tradiciones obligan e insisten, por todos lados, que los abrazos son salud y “buenas vibras”; sin embargo, son también innecesarios y transmiten sensaciones desagradables que dejan pesos extraños en la humanidad del otro. La proximidad sin abrazos de la gente no es siempre un acierto por muchas razones, en este tiempo pandémico lo podemos saber. Sí, es cierto que se transmiten sensaciones; somos energía y también germen y lo combinamos con otros cuando estamos cerca. Se siente al estrechar las manos en un saludo entonces, si los abrazos y la proximidad son buenos, también son dañinos.
En el cine por ejemplo, si voy acompañada, me siento junto al pasillo y del otro lado la compañía o si voy sola, busco un lugar donde no haya nadie de ninguno de mis lados. Si la sala está llena, no entro. En el avión, trato de evitar el asiento de en medio y me obligo a no pensar en el aire que estoy respirando. No me gusta sentir el roce del codo o de los brazos de una persona junto a mí, no importa quién sea.
En las filas, hago esfuerzos importantes para no desesperarme sintiendo a la persona detrás de mí que se acerca mucho y olvido la educación cuando, estando tan cerca se ponen a hablar en su celular, puedo sentir el aire caliente en la nunca. Si me ofrecen el asiento en algún sitio, no lo tomo y agradezco pensando “el asiento está caliente”. No recargo la cabeza y a veces ni la espalda en los asientos del transporte público y menos, la cabeza en la ventana llena de grasa de otras cabezas.
En una fiesta, me resisto a comer pastel, es decir, comerme la saliva y los gérmenes de quien sopló a las velas. Y de los puestos de tacos callejeros ni hablar. La gente pide al mismo tiempo los tacos, el taquero contesta, todos hablan y si las salivas y todo lo que se ve a contraluz va dentro del taco “con todo”.
He tenido que pedir que no me saluden de beso a un par de personas. Salen de casa rociados de perfume o lociones y dejan en mí su olor ¡todo el día! Así como salen de casa perfumados en exceso, también lo hacen con energías viejas, pesadas que van depositando en cada estrechar de mano, en cada abrazo y en cada beso que dan durante su día.
A veces ando con la reserva de energía y no me gusta desperdiciarla en un abrazo. Hasta las pláticas bobas llegan a ser desgastantes. Pensar y repensar sin llegar a una solución, desgasta. Platicar las dolencias y los pesares puede ayudar a quien lo dice y dejar drenado a quien escucha y si después de la plática hay un abrazo, no queda mucho para siquiera echar a andar.
Hay personas que tienen una energía muy bonita y si abrazan, ofrecen un hogar por unos segundos. Hay abrazos tan potentes que renuevan. Los abrazos impulsivos de los niños dan una vida extra al día. Sin abrazos obligados, sin pegarse a los demás en una fila, sin andar tosiendo a diestra y siniestra, sin soplarle a las velas y sin todo lo que aprendimos a hacer por protección, podemos seguir viviendo en paz. Siempre es sana la distancia en todos los aspectos…y la mascarilla no estaría de más como accesorio de vez en cuando.
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