Todo descubrimiento científico en el campo de la salud plantea interrogantes éticas. Cuando se descubre, por ejemplo, una nueva molécula potencialmente útil para tratar determinada enfermedad, surgen las dudas acerca de la pertinencia e implicaciones del uso de la misma: ¿es potencialmente peligrosa? ¿Posee efectos secundarios que son superiores a los efectos terapéuticos? ¿Es muy cara e inalcanzable para las mayorías? A veces en torno a estas preguntas surgen algunas más radicales del tipo: ¿deberíamos tratar esta enfermedad? Por ejemplo, cuando se descubrieron las vacunas hubo oposición en torno al mero hecho de usarlas ya que parecía ir en contra de un cierto orden natural o el derecho de las personas sobre sus propios cuerpos (1).
En el caso de las intervenciones en el cerebro se ha producido un debate semejante debido al desarrollo de las neurociencias. La disciplina que lo estudia es la neuroética. Al ser el cerebro, por lo que sabemos, el centro de control de los elementos “íntimos” de las personas: sus emociones y racionalidad, surge la duda de cómo, cuándo y con qué intervenir en el mismo y si deberíamos hacerlo. Por supuesto, hay trastornos como el Alzheimer que ha impulsado la búsqueda de nuevas terapias farmacológicas o de otro tipo para combatir la enfermedad y que probablemente nadie pondría en duda la necesidad de la investigación. Pero, ¿qué sucede con temas como la memoria? Si pudiésemos controlar y editar nuestros recuerdos, ¿deberíamos hacerlo? Parece que hay circunstancias, como las personas que han sufrido estrés postraumático que sería adecuado, pero si es solo un recuerdo de menor impacto, aunque desagradable, ¿debería olvidarse? La respuesta ya no parece tan sencilla.
Otro tipo de problemas aparte de los terapéuticos es si podemos realizar “mejoras” en nuestros cerebros. ¿Es lícito modificar la estructura cerebral para ser más inteligentes? ¿No produciría desventajas con otros individuos humanos de manera discriminatoria? Las respuestas no son fáciles ya que, por un lado, de facto, ha habido ventajas de unos individuos sobre otros por factores como la nutrición, el ejercicio y la calidad del medio ambiente. Además, hacemos perfeccionamientos de las personas para que sean más veloces y fuertes, como en el caso de los atletas y no siempre lo consideramos discriminatorio: incluso los que tienen talentos naturales son seleccionados sobre otros y lo consideramos parte de la competencia normal de la vida. Pero, por otra parte, nos indigna que ciertas potencialidades humanas se vean afectadas, por ejemplo, por la malnutrición. Creemos que hay un cierto deber de dar condiciones semejantes a todos para poder acceder a ciertos bienes humanos. En el ejemplo señalado entonces habría que preguntar que, si descubrimos modos de perfeccionar el cerebro, cuáles deberían ser de acceso “universal” y cuáles no.
La neuroética también se ha entendido como el estudio de las condiciones biológicas de nuestras decisiones. Si resulta que en realidad todo está determinado por mi cerebro quizás deberíamos cambiar nuestras leyes. Por ejemplo, si la maduración del control de los impulsos no se logra hasta cierta edad surge la pregunta si el Derecho debería ajustarse considerando esas circunstancias.
Resumiendo, hay dos aspectos de la neuroética: una es la ética de la neurociencia, es decir, los temas de la licitud de intervención en el cerebro y la otra es la neurociencia de la ética, es decir, la discusión de las bases neurológicas de la ética que hacen surgir los problemas filosóficos clásicos como es el de la libertad humana y preguntarnos si solo estamos condicionados por nuestro cerebro. (2)
- Puede verse: https://www.historyofvaccines.org/es/contenido/articulos/historia-de-los-movimientos-en-contra-de-la-vacunación
- Véase Canabal Berlanga, Alfonso. Origen desarrollo de la neuroética. Revista de Bioética y Derecho, núm. 28, mayo 2013, p. 48-60.
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