Todos sabemos que la predicción meteorológica es un volado, que las temperaturas han cambiado drásticamente y que el clima no tiene palabra ¡ni tantita madre!
La verdad es que tampoco es para quejarnos, vivimos privilegiados en una ciudad que goza de un clima bastante agradable la mayor parte del año. Ni los calores son tan intensos, ni los fríos tan inclementes, y al final del día, el cuerpo humano a todo se adapta.
A lo que aquí su servibar nomás no se adapta es a no saber pa’ dónde jalar. Estamos en pleno invierno y la verdad es que el frío ha sido bastante soportable, más para uno que en realidad no es precisamente friolento, pero aun así se tiene que estar preparado para pasar del calor extremo al frío de guantes y bufanda.
Mi mundo empieza a girar a las seis de la mañana, a esas horas muchos no se quieren despegar de las cobijas por el calor que les proporcionan. Yo no tengo ese problema, en primer lugar porque apenas despego las pestañas la cama me patea con rencor, y en segundo porque la recámara parece tener un extraño microclima que proporciona una temperatura bastante agradable a toda hora. El problema es salir de ella, es como cruzar la frontera a un cambio de temperatura radical. En ocasiones hasta dan ganas de meterse a bañar enchamarrado, pero una vez bajo el agua uno se aclimata siempre que el calentador quiera hacer su trabajo.
Bajar las escaleras es otro show, la casa es, digamos fresca, cosa que se agradece durante las temporadas de calor pero que en invierno no hay poder humano o divino que la pueda calentar. El desayuno y un buen café siempre ayudan a empezar el día.
Ahora, la verdadera odisea es entrar a la oficina ¡asumare! ésta tiene otro microclima: nórdico. De nuevo, en verano es una bendición, pero en estas fechas pocas ganas dan de trabajar. No importa la hora del día aquí si debo estar por lo menos con un sweater para llegar al final, de otra manera podría sufrir una hipotermia dentro ese iglú frente a la computadora. He llegado a la teoría de que la verdadera fuente de eterna juventud se encuentra tras la puerta de mi oficina, y no la pienso compartir.
Pero si salgo a la calle para digamos, ver un cliente, proveedor, junta, entrevista o simplemente para desentumir las piernas, llego a pensar que estoy de atar. Aclimatado a las bajas temperaturas de las regiones oficineras, este habitante del búnker aquél sale con tremenda chamarra (exagero, nunca lo soportaría, para mí un ligero rompevientos ya es decir) al sol extremo y ahora sufro de calor, pero ya encaminado ni qué hacer. Quitarse la chamarra es por supuesto la mejor opción, pero entonces tendría que cargar y eso de traer cosas colgando de las manos no es mucho de mi agrado, ni hablar.
Pero así es la cosa para todos, incluso si estamos todo el día en la calle no sabemos qué usar, qué cargar, cómo vestir. Hay que salir de nuestras casas como cebollas que en el transcurso del día se van consumiendo, haciendo striptease con el paso de las horas: sale la bufanda, sale la chamarra, sale el sweater, entran los lentes de sol y a veces quisiéramos botar camisa y pantalón. El calor, el sol que quema, pero apenas tocas sombra y ahí va de nuevo la vestidera… en fin, los gajes de vivir el invierno en tan hermosa ciudad.
Ni frío ni calor, sino todo lo contrario.
Voy vengo.
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