¡Esquina bajan!

Para nadie es noticia las malas condiciones en que se encuentra el transporte público de nuestra ciudad. Todos sabemos el deplorable estado de los microbuses...

15 de mayo, 2015

Para nadie es noticia las malas condiciones en que se encuentra el transporte público de nuestra ciudad. Todos sabemos el deplorable estado de los microbuses y camiones, y qué decir de los malos tratos de los choferes y su falta de civilidad.

No tengo coche, no me gusta manejar, me parece una de las actividades más desgastantes y menos civilizadas que el mexicano puede llevar a cabo. Es atrás del volante donde aflora nuestra verdadera educación y civismo, que dejan mucho que desear. Para mi es intolerable el tráfico, tener que pasar horas en el coche peleando con automovilistas que no ceden el paso, que invaden las cebras peatonales, que agreden a los ciclistas, que obstruyen los cruces de las calles con tal de ganar un par de metros.

Es cierto, hay distancias en que es casi obligatorio moverse en coche, pero afortunadamente son pocas las veces que recorro distancias demasiado largas o rutas en las que no puedo llegar por medio de transporte público. Mis necesidades de transportación y recorridos me dan la fortuna de poderme desplazar en metro, metrobús y en algunas ocasiones RTP; a pesar de no tener el mejor servicio y de que la falta de corridas de trenes y camiones nos hacen viajar apelmazados en las unidades, en general me parece que son bastante eficientes.

Sin embargo en estos días tuve que llegar a donde ni uno ni otro lo hacen y para ello fue necesario recurrir al mentado microbús, cosa que tenía mucho tiempo sin hacer. ¡Apa viajecito insoportable!

Es de verdad increíble que estas destartaladas cafeteras sigan circulando. Me pregunto si los choferes de los microbuses gozan de algún tipo de fuero que los hace intocables por los policías de tránsito, porque de otra manera no me explico cómo es que se les permite manejar (¿será ese el término correcto?) de la manera en que lo hacen. Subirse a una de estas unidades es todo un reto, un malabareo infinito por guardar el equilibrio es, sin temor a equivocarme, jugarse la vida hasta llegar a nuestro destino.

Pues ahí estaba parado su gallo sobre importante avenida de la ciudad esperando la llegada de mi carruaje. Después de pedir la parada a por lo menos cuatro unidades, por fin llegó la quinta que tuvo la amabilidad de pararse (es un decir) para que pudiera yo abordar. Y es un decir porque ya saben que para que el camión no pierda el vuelo uno tiene que correr a su lado agarrado de la puerta para poder subir a brincos. Cuando por fin logré estabilizar el paso subí a prisa los pequeños escalones y al llegar al último ¡zas! Tremendo cabezazo en el techo del abollado camión que hizo que las monedas cayeran de mi mano. Ahí me tienen agachado intentando recoger los cinco pesos (peso sobre peso) cuando el conductor decide de último momento dar senda frenada que me invitó a inspeccionar el piso desde cerca. Ya estando abajo me fue más fácil encontrar el dinero, lo recogí, me paré y pagué. De pie, con las rodillas y cabeza golpeadas y el orgullo algo más que maltratado, recorrí el estrecho pasillo en doble fila hasta la parte trasera.

 

Fue entonces que entendí el porqué de mi golpe al subir ¿no se han dado cuenta los diseñadores de estos camiones que los mexicanos hace mucho que miden más de 1.50? ¿Por qué los microbuses siguen siendo tan chaparros? Tres pasajeros (dos hombres y una mujer) y yo íbamos con la cabeza metida en el pecho para no pegar en cada bache o en cada tope, de haberlo hecho el camión podría haber estrenado algunos quemacocos. Clavada la mirada en el piso noté el detalle de distinción: un panorámico hoyo del tamaño de un pie que dejaba ver el asfalto a nuestro paso. Me hizo recordar aquellas lanchas con fondo de cristal en las que se recorren los arrecifes coralinos, pero la vista era muy distinta, un tanto desilusionante a decir verdad.

 

Tenía que tomar las cosas con filosofía, a mi trayecto le faltaban aún varios minutos que empezaron a ser eternos. Me sumergí en la música de mi teléfono cuando una señora frente a mí intentaba pararse para anticipar su bajada. Fue entonces que el chofer decidió que el carril derecho era muy lento y en un fitipaldesco acto aceleró bruscamente y cambió al carril izquierdo sin importar si detrás de él venían coches, si alguien se le embarraba o si el pasajero que viajaba en la puerta salía volando como succionado por un hoyo negro. Los que íbamos parados nos agarramos fuerte del tubo que parecía que caía con nosotros, plantamos los pies en el piso sin mucha fuerza para no terminar en el pavimento y clavamos la cabeza en el techo para guardar el equilibrio; pero la señora, que sí medía el 1.50, se agarró con tres dedos del tubo mientras se paraba y cuando el atolondrado chofer regresaba a su carril ganando el paso a otro camión, quedó volando como en trapecio de circo con una cara de susto que ni en las mejores películas he visto.

 

Me senté en el lugar que la trapecista dejaba libre, pero en el liliputiense camión de feria sentía que le clavaba las rodillas en las costillas, si no es que en los pulmones al señor de enfrente. Para estas alturas ya habían subido los payasos que a nadie hacen reír, los que nos quisieron vender pulseras y chocolates “para no asaltarnos” y los trovadores de dos pesos que iban noqueando a los pasajeros con las guitarras a su paso. El viaje era infernal. Acalambrado, con un extraño dolor de cabeza y temiendo por mi vida, hice un enrome esfuerzo para salir de mi encajonado lugar. El microbusero venía peleando con el coche de junto y amenazando con el motor al de enfrente, antes de que arrancara sobre él pedí la parada, pero el timbre no servía ¡esquina bajan! Grité.

Faltaban aún cuatro cuadras para llegar a mi destino, pero prefería caminarlas, al llegar me di cuenta que había un metro cercano.

Paren el micro, que me quiero bajar…

Voy vengo.

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