Diez años después

¿Saben cómo se da uno cuenta del paso de los años? (Aquí hago una pausa de suspenso…). Porque siempre los negamos, los escondemos, los justificamos,...

14 de noviembre, 2015

¿Saben cómo se da uno cuenta del paso de los años? (Aquí hago una pausa de suspenso…).

Porque siempre los negamos, los escondemos, los justificamos, pero no podemos evitar ni esquivar su llegada pero ¿saben cómo notarlos? Existen diferentes maneras, una de ellas, quizá la más común, es cuando nos sorprende la canción que marcó nuestra etapa preparatoriana y la escuchamos con nostalgia “¡uuuuh!” es seguramente la expresión más adecuada en esos momentos. Pero cuando en realidad lo notamos es el día en que empezamos a darle la razón a las palabras que años atrás escuchamos de nuestros papás. El preciso instante en que de nuestra boca sale un “qué razón tenías” o un “ese escuincle no sabe lo que hace” es señal de que no somos los mismos veinteañeros babosos de ayer.

Evidentemente no estoy insinuando estar o sentirme viejo, todo lo contrario, me encuentro muy bien acomodado en el inicio de la mejor etapa de la juventud, con fuerza, madurez (a veces) y estabilidad económica (también a veces) y con las mismas ganas de reventar y cambiar al mundo como hace algunos años. Pero hay ocasiones en las que uno se da cuenta que no es lo mesmo que lo mesmo.

A los veinte uno podía estar en las mejores fiestas y antros desde el jueves, llegar en vivo el viernes a trabajar, estudiar o, mejor aún, a las dos, regresar, dormir una hora, repetir la operación el viernes, comer, tomar y fumar como si no hubiera un mañana y terminar el domingo con tiempo para descansar e iniciar el lunes. Bastaban un par de horas para recuperarse y continuar. “Disfrútalo porque no siempre vas a poder” decía mi jefe. Pero a esa edad, aunque lo sabes, poco te importa. Y así debe ser, para eso tiene uno veinte años, para que no le importe nada, para acabar con el mundo.

Pero pasan más rápido de lo que uno quisiera (otra frase hecha). De repente y sin darte cuenta necesitas todo un día para recuperarte y en más de una ocasión lo único que tienes son unas malditas ganas de llegar a tu casa a descansar. Pero las ganas son sólo eso y pasan rápido ante la primera propuesta de unos whiskeys con los amigos, aunque las consecuencias ahora son mayores que antes.

Para muestra un ejemplo. Apenas la semana pasada fue cumpleaños de la abuela (¿qué daño puede hacer?), aquí el que teclea fue el forzoso voluntario para preparar la fiesta del jueves. Después de las respectivas actividades de miércoles ahí les voy pal’ mercado a comprar los menesteres de la comida, regreso a casa, dejo cosas, ahora jala al súper, mismo procedimiento, termina el recorrido en la tienda de la esquina y empieza la friega. No puedo decir que lo hice solo, hay una atolondrada y distraída prima que en todo me ayudó (tal vez sin ella hubiera sido menos pesado…). Seis en punto de la tarde empezamos a preparar lo que sería el exitoso desayuno del jueves. Ahí tienen a la niña que veo correr por toda la casa como caricatura y a este su servibar: saca los platos, lava los platos, pon los platos, barre, trapea, pon la otra mesa. A las diez de la noche ya traía yo un dolor de espalda que no lo dejan a uno ni caminar en paz, pero estoico terminé la tarea y sin una chela que hiciera más ligero el trabajo.

Total que las labores terminaron a eso de la una de la mañana, pero al otro día ahí te voy de nuez porque hay que atender a un titipuchal de viejecitas que dan más lata que trillizos recién nacidos (donde me lean me destierran). Tampoco estaba solo, en la cocina y mesereada éramos como cinco de un lado para el otro, pero la cosa salió muy bien y al cabo de unas horas las doñitas salieron también.

Un par de horas libres, tiempo perfecto para trabajar (…) y regreso apenas puntual para seguir el merequetengue porque la fiesta sigue en la tarde. Para ser honestos a la hora de la comida sí me relajé más, primero porque la espalda ya no daba para mucho y me senté a tomar un par de tequilas, segundo porque llegaron un par de amigos que me lo hacen ameno y me olvido de ayudar en nada. Estoy harto cansado pero eso no es pretexto para salir corriendo a las ocho de la noche directito a casa de mi hermano donde ya nos esperan algunos amigos.

Aquí sí, la fiesta se puso buena, repartidera de invitaciones, repartidera de chelas y repartidera de risas. Regreso a mi casa a las dos de la mañana, mi papá sigue ahí “creo que ahora sí me mandé” fueron las únicas palabras que se me ocurrieron, me acuesto a las tres, parece que el cansancio se me había pasado.

Viernes en la mañana, intento levantarme, tengo algo sumamente pesado sobre mí que no me deja, “años” me grita Pepe Grillo, pero no le hago caso, hay que trabajar. En la noche hay una fiesta, me duele la espalda, no quiero ir pero eso no quita que lo haga, estuvo re buena. Cualquiera pensaría que el sábado podría descansar, pero no, al diplomado temprano, ya no puedo más. Tarde de comida y películas ¡por fin!

A los veinte qué importaba, a los treinta el cansancio me duró hasta el miércoles, es viernes y la espalda me duele aún. Sólo unas cervezas tempraneras y mañana de nuevo al diplomado.

Voy vengo.

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