Ganar una elección presidencial por contagio

En la actualidad, el poder de la percepción supera y por mucho al de la realidad...

21 de marzo, 2017

 

En la actualidad, el poder de la percepción supera y por mucho al de la realidad, es un efecto envolvente que de manera creciente está imponiendo una dinámica que se ha convertido ya en agenda nacional.

El contexto lo induce el malestar social colectivo, basado fundamentalmente en los escándalos de corrupción y la subsecuente impunidad que le acompaña, proviniendo materialmente de casi toda la clase política, sin distingo de militancia partidista.

Sus consecuencias se han multiplicado debido a la implementación de políticas públicas en los tres órdenes de gobierno, que no sólo no han aportado los beneficios ofrecidos, peor aún el que algunas de ellas incluso se han convertido en un freno para el desarrollo económico y social del país.

Esta combinación de factores ha resultado tan negativa que ha provocado una sensación de absoluta insatisfacción y desesperanza, un desánimo tal que está empujando a los ciudadanos a querer optar por una nueva forma de gobierno.

El problema esencial es que esa intención no trata de preferir una alternativa diferente, sino simple y llanamente una, mediante la cual se castigue a las fuerzas políticas tradicionales, específicamente al PRI y al PAN.

Esto supone que lo más probable es que la siguiente elección presidencial se pueda definir por descalificación, mucho más que por un acto de convicción, sin que exista un análisis de causas y consecuencias al respecto.

Todo este entramado ha favorecido una tendencia que claramente beneficia a Andrés Manuel López Obrador, partiendo de una reflexión que implica, que si nos ha ido tan mal con los gobiernos del Revolucionario Institucional como con los dos del PAN en lo federal y sus respectivas réplicas estatales, nada se pierde con intentar escoger a López Obrador. Son muchos los que piensan que peor ya no nos puede ir.

Sin embargo, esto demuestra que la opción no se fundamenta en propuestas de solución, en un cambio de ruta en materia de políticas públicas, sino única y exclusivamente en un descarte, que al final de cuentas lo que infiere es un escarmiento.

Independientemente de que el discurso lopezobradorista ha sido consistente respecto de su postura de combatir la corrupción, que hoy es el tema de discusión principal y por ello muy rentable, pocas, si no es que ninguna vez, ha presentado un plan de gobierno integral.

No cuenta con propuesta que sea sujeta de ser evaluada y considerada, en la cual se pueda vislumbrar cuáles serían y cómo las llevaría al cabo, las acciones específicas para resolver nuestros problemas.

Por el contrario, a López Obrador se le exime de ese compromiso, para él no hay ninguna responsabilidad más allá de derrotar al régimen, entendido ahora como un esquema de complicidad en el que participan por igual el PAN y el PRI.

Esta coyuntura ha llegado al grado de convertirse en un dogma de fe, es decir, conlleva a una certeza indiscutible de que López Obrador ha ganado los comicios anticipadamente.

De hecho, ante la mención de cualquier otra posibilidad, la respuesta colectiva remite como réplica al fraude electoral y si acaso con un poco menos de rigor, a una eventual alianza de facto entre panistas y priistas.

Esta tendencia no sólo es una herramienta publicitaria efectiva, se ha transformado ya en un tratado de mercadotecnia, mediante el cual el efecto esencial es la inoculación de la idea.

Si a esto le sumamos que desde hace algunas semanas no pocos actores políticos pertenecientes a diversas fuerzas se han manifestado a su favor, como el senador perredista Miguel Barbosa, o de plano han renunciado a sus filas para sumarse a López Obrador, que en principio no es lo mismo que a Morena.

Lo que se produce es un contagio y lo que está induciendo es que en la definición de la elección presidencial siguiente, lo que impere por encima de cualquier otro concepto, sea precisamente eso: un contagio.

Sin embargo, muchos de esos políticos están abandonando a sus partidos por conveniencia propia, ya sea porque de antemano saben que no alcanzarán la nominación para gubernaturas, senadurías y diputaciones, o simplemente tienen un margen muy alto de salir derrotados abanderando marcas que están completamente desgastadas.

Claro que a López Obrador esa parte no parece importarle mucho, ni desde el punto de vista de las convicciones o del plano ideológico, porque en todo caso esas adicciones a su causa, según su cálculo, le pueden ayudar más que a ganar la presidencia, a tener una representación suficiente en las cámaras, que le otorgue una gobernabilidad a la que a través de Morena no tendría acceso.

En conclusión, el riesgo para nuestra democracia, en pleno proceso de maduración, no radica en quién pueda ganar la Presidencia de la República, eso es un asunto de competencia, sino en la forma en que eso suceda y la consiguiente y necesaria legitimidad para poder gobernar.

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