Sabía en dónde vivía, el templo en el que era venerada y cuidada y querida con mucha ternura por miles. Cantaba, se decía, les constaba a miles, que habían escuchado a la virgen del más fino cristal entonar notas que solo los ángeles y otros entes celestiales habrían podido lograrlo. En las numerosas ocasiones en que era sacada en procesión por su feligresía, el cielo se cubría de los azules más diáfanos y un número inusitado de aves, tanto por su variedad y cantidad, cantaban; aunque el ritmo que seguían era la de una voz etérea: la Virgen de los Ángeles de las afueras de Calexico. Ella es el origen de toda esa armonía, ya no musical para el mundano oído, sino para el alma de todos los muchos miles, que cada vez en mayor cantidad acudían a presenciar sus milagros. Muy rara vez intercedía ante las peticiones de los fieles, pero el poder contemplar su silueta de ese cristal tan puro, y poder oír las estelas de música divina que dejaba a su paso, junto con los rastros de incienso de eucalipto, era suficiente para lograr, indirectamente, muchos más milagros que cualquier otra figura canonizada del panteón católico: la fuerza interior que lograba imprimir a la inmensa mayoría de sus fieles, simplemente cambiaba, para siempre bien, sus vidas.
Así que ahorré mucho para poder ir a visitarla, llevarle dos guajolotitos de ofrenda más mezcalito y tortillas, y para poder rezarle hincado lo más cercano posible de su altar, mero adentro de su iglesia. Ya en la frontera, crucé en una cajuela de unos polleros, llegué de Mexicali a Calexico, hasta la misma puerta del templo de la Virgen de los Ángeles. Mi alma se llenó del silencio más hermoso que ni siquiera creí que en esta tierra pudiera existir, una paz única, nunca antes imaginada, ni por los testimonios de los que escuché por primera vez en el radio, luego en la tele, ya mucho más seguido en los videos de Internet.
Le di al padre de la iglesia mis ofrenditas, y luego platiqué con él. Diario era el primero en llegar a ponerme a sus órdenes para ver qué se ofrecía. Barría, cocinaba, pintaba las paredes, atendía a sus peregrinos… hacía de todo un poco. Fueron pasando los días, meses y hoy ya cinco años. No me iré nunca, de eso es lo que tengo plena certeza, por techo y comida aquí voy a pasar todos los años que me queden de vida, yo no pocas veces oigo sus cantos por las noches serenas, veo el alma pura en su cara de cristal, le rezo a su silencio divino. He consagrado mi vida a ella, la Virgen de los Ángeles de Calexico en California, y solo siempre repito una sola certeza que tengo: estoy en este mundo, un paso más cerca que la mayoría del cielo, de ese cielo al que únicamente en el plano divino se tiene acceso, y muchísimas veces me acuerdo que soy el hombre más feliz del mundo.
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