Querida Tora:
Creo que nunca te he hablado de la señora del 53 (¿o señorita? No lo sé; pero, en realidad, eso no hace al caso). Es una mujer muy tranquila, muy bien portada, que vivía con su mamá. Y digo vivía, porque la señora (esa sí era señora) se murió. Como es habitual, la cremaron y la pusieron en una urna. Pero la del 53 no quiso separarse de ella, y se llevó la urna a su vivienda.
La Mocha, que es muy amiga suya, le dijo que la urna había que depositarla en una iglesia, pero la del 53 no quiso. Era una urna muy bonita, con adornos de metal y grabados de flores, que no sé dónde consiguió, y que se convirtió en la envidia de todas las viejas de la vecindad. Pues la puso en la mesa de centro de la sala, sobre un tapetito que ella misma bordó, y junto a un florero que siempre tenía rosas rojas (parece una contradicción, ¿verdad?). Y en las tardes se sentaba en la sala y le platicaba, y le platicaba, y le platicaba. Así, la madre estaba al tanto de todo lo que ocurría en la vecindad. De vez en cuando destapaba la urna y la ponía junto a la ventana porque decía que no era bueno estar siempre encerrada, y que debía darle el sol y el aire (aquí entre nos, creo que estaba empezando a chiflarse con eso del bienestar de la difuntita).
Pues resulta que uno de esos días en que estaba la urna oreándose pasó corriendo un gato que andaba detrás de la gatita rubia con intenciones muy aviesas, y la volcó. La señora entraba en ese momento, y apenas alcanzó a evitar que las cenizas se derramaran por el suelo. Pero se llevó un susto como no te imaginas, y tuvo que estarse el resto de la tarde derrumbada en el sillón, con palpitaciones y ahogos que amenazaron con llevarla junto a su mamá.
Cuando se repuso un poco se fue a ver a la Mocha y le contó lo sucedido. “Imagínate”, le decía”, imagínate que se hubieran caído las cenizas. ¿Cómo las levanto? Tendría que pedir prestada una aspiradora, y ahí se mezclarían con el polvo de quién sabe qué horrores. Y luego pensé que todos los gatos de la vecindad vendrían a comérselas. ¡Y hasta Cloti (la iguana, ¿te acuerdas?) venía con ellos! Y los perros de los Ninis de la azotea. ¡Y las ratas! ¿Te imaginas qué espanto? Mi mamá en los estómagos de esos animales. Y si nadie me presta aspiradora, tendría que barrer las cenizas. ¡Y trapear! Y luego, tirar el agua sucia… No, no, ¡cómo iba a estar sucia el agua, si eran las cenizas de mi mamá! Pero no podía conservarla, porque se iba a llenar de moscas y quién sabe cuántas cosas más. ¡Y mi mamá acabaría en los estómagos de esos bichos repugnantes! ¡No te imaginas lo que pasé!
La Mocha la escuchó con paciencia, le dio un té de tila bastante cargado, y le propuso nuevamente que llevara las cenizas a una iglesia, pues allí tienen nichos para guardarlas. La pobre lloraba diciendo que cuando ella se muriera nadie atendería las cenizas, pero la Mocha le aseguró que en ese mismo nicho la pondrían también a ella, y quedarían juntas hasta que algún terremoto tirara la iglesia, en el remoto caso de que eso llegara a suceder.
Todavía objetó la señora que tenía que poner a orear las cenizas; pero la Mocha le demostró, enciclopedia de por medio, que las cenizas no necesitaban orearse, y que dejara a los muertos disfrutar de la paz que con tanto trabajo se habían ganado.
Un poco a regañadientes, la del 53 se dejó convencer, y días después fueron las dos, la Mocha y ella, seguidas por una corte de vecinas ávidas de chisme, a dejar las cenizas en la parroquia, “para que estuviera cerca y pudiera visitarla seguido”, según dijo la atribulada hija. ¿Pero qué crees? Le salió un pretendiente; y desde entonces, solo va a visitar a su mamá en su cumpleaños y en el aniversario de su fallecimiento. Pero, al fin y al cabo, eso es lo normal, así que no le reproches nada.
Te quiere, como siempre,
Cocatú.
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