Existe un cuento clásico infantil que leí en el libro de lecturas en la primaria y siempre recurro a él cuando me descubro emitiendo un juicio o cuando detecto que un tercero está juzgando de más y es que resulta fácil dejarse llevar por el juicio que funciona como un piloto automático que se enciende de forma inmediata porque quien se siente juzgado reacciona por la emoción que le produce sentirse en el banquillo de los acusados y a su vez, el juez insiste en defender su posición y así en una espiral hasta derribar el buen ánimo. Por ejemplo, una persona puede sentirse agredida en el transporte público si alguien llega y la empuja, quizá intercambien algunos insultos y puede ser que la percepción del agredido sea que el otro quería molestarlo a propósito cuando en realidad, el que subió y lo empujó iba apresurado o angustiado porque le acababan de informar que un familiar suyo se accidentó y va de prisa al hospital sin darse cuenta de la agresión cometida. Otra persona podría responder de forma grosera ante una solicitud de su jefe inmediato quien a su vez, podría levantarle una queja administrativa pero puede ser que su empleado no haya cubierto los gastos de la quincena y no sepa cómo completar los pagos. Podríamos seguir indefinidamente en una ola de acciones que pueden parecer justas o injustas pero todo, es cuestión de percepción.
No se trata simplemente de una cuestión de empatía pues ésta se reduce a “la capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos” (Diccionario de la Real Academia Española) e intuyo que no es verdad que nos identifiquemos con la depresión de alguien o su sentimiento suicida, así que se trata de algo más simple como no emitir juicios y para eso, es necesario no dejarse llevarse por la emoción que nos genera tal o cual situación porque a final de cuentas, es un factor externo que no tiene nada que ver con nosotros, de ahí el refrán que reza: “Hasta lo que no come, le hace daño” pues existen personas que se pasan la vida juzgando y criticando las vidas ajenas sin detenerse por un momento a considerar las razones o motivos que los llevan a actuar de tal o cual forma, como también existen otras tantas que se afligen porque ponen oídos al mínimo comentario acerca de su actuar y peor aún, los que juzgan y critican por hobby ni siquiera tienen un sentido autocrítico y por ello, creen tener la verdad absoluta y se ponen el traje de juez pero el mundo no funciona así y por eso, en un juicio real hasta la parte acusada tiene un defensor que pone sobre la mesa los motivos por los que el acusado cometió tal o cual crimen, de ahí que existan sentencias que nos pueden parecer injustas como el veredicto final de una demanda por custodia de un menor o la resolución de un divorcio o de una queja por presunta violación de derechos humanos, etcétera.
Todo sería más sencillo si practicáramos el arte de la claridad, entender qué mueve en nosotros tal o cual situación que nos hace juzgar todo como bueno o malo e ignorar que existen múltiples opciones y realidades pues vivimos en un mundo diverso en el que caben todas las posibilidades. Ponerse en los zapatos del otro significa aceptar que su realidad y la nuestra son diferentes y que nadie está obligado a pensar, sentir y actuar de la misma forma porque la vida no se reduce a un costal de cosas buenas y otro costal de cosas malas simplemente existe lo que a cada uno le funciona y le ayuda a ser feliz. Así pues, a manera de reflexión les dejo el cuento al que hago referencia al inicio:
“Eran un anciano y un niño que viajaban con un burro de pueblo en pueblo.
Llegaron a una aldea caminando junto al asno y, al pasar por ella, un grupo de mozalbetes se rió de ellos, gritando: –¡Mirad que par de tontos! Tienen un burro y, en lugar de montarlo, van los dos andando a su lado. Por lo menos, el viejo podría subirse al burro. Entonces el anciano se subió al burro y prosiguieron la marcha. Llegaron a otro pueblo y, al pasar por el mismo, algunas personas se llenaron de indignación cuando vieron al viejo sobre el burro y al niño caminando al lado. Dijeron: –¡Parece mentira! ¡Qué desfachatez! El viejo sentado en el burro y pobre niño caminando. Al salir del pueblo, el anciano y el niño intercambiaron sus puestos. Siguieron haciendo camino hasta llegar a otra aldea. Cuando las gentes los vieron, exclamaron escandalizados: –¡Esto es verdaderamente intolerable! ¿Habéis visto algo semejante? El muchacho montado en el burro y el pobre anciano caminando a su lado. —¡Qué vergüenza! Puestas así las cosas, el viejo y el niño compartieron el burro. El fiel jumento llevaba ahora el cuerpo de ambos sobre sus lomos. Cruzaron junto a un grupo de campesinos y éstos comenzaron a vociferar: –¡Sinvergüenzas! ¿Es que no tenéis corazón? ¡Vais a reventar al pobre animal! El anciano y el niño optaron por cargar al burro sobre sus hombros. De este modo llegaron al siguiente pueblo. La gente se apiñó alrededor de ellos. Entre las carcajadas, los pueblerinos se mofaban gritando: –Nunca hemos visto gente tan boba. Tienen un burro y, en lugar de montarse sobre él, lo llevan a cuestas. ¡Esto sí que es bueno! ¡Qué par de tontos! De repente, el burro se revolvió, se precipitó en un barranco y murió.”
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