La llegada de miles de centroamericanos a nuestro país genera en mí sentimientos encontrados.
Entiendo que la mayoría de ellos quiera huir de la pobreza, violencia e inseguridad que privan en sus países en busca de una vida mejor, preferiblemente en Estados Unidos y si no, en nuestro país. Eso hicieron a mediados del siglo XIX mis bisabuelos maternos, que emigraron a Estados Unidos desde Irlanda y Suecia después de que la hambruna irlandesa de 1845 a 1852 dejó un millón de muertos y la hambruna sueca de 1867-1868 hizo que 100,000 personas dejaran su país para jamás volver.
También me preocupa que la llegada de miles de centroamericanos agravará los problemas económicos y sociales que afectan a gran parte del país. Una buena cantidad de recursos económicos y materiales del gobierno federal y de los gobiernos locales, de por sí escasos, deberán usarse para auxiliar a los migrantes en perjuicio de los pobres mexicanos. Los sueldos, de por sí paupérrimos, se verán presionados a la baja en los lugares en donde los centroamericanos estén dispuestos a vender su trabajo por menos de lo que cobra un mexicano, algo que ya ocurre en varias ciudades del sur y norte del país. La llegada de delincuentes disfrazados de refugiados contribuirá a elevar los de por sí ya altos números de delitos que se cometen en los lugares en donde decidan quedarse.
México, su gobierno y sus habitantes enfrentamos una difícil situación: por un lado, no podemos impedir, por razones humanitarias, la entrada a nuestro país de personas que huyen de una terrible realidad; por otro lado, no podemos permitir que la llegada de miles de centroamericanos contribuya a agravar la mala situación en que vive la mayoría de la población mexicana.
Si México rechaza la entrada de quienes buscan refugio, ¿con qué autoridad moral podrá exigir que Estados Unidos permita que se queden en ese país los dreamers que pretende expulsar Trump? Si nuestras autoridades maltratan a los inmigrantes, ¿cómo pretende que las de Estados Unidos traten dignamente a nuestros paisanos? Si millones de mexicanos viven en pobreza extrema, ¿cómo justificar que los recursos que podrían utilizarse para remediar parcialmente su mala situación se canalicen para ayudar a los centroamericanos? Si aún hay miles de damnificados por los sismos de 2017 sin recibir la ayuda prometida, ¿cómo explicarles que sí se puede auxiliar a miles de refugiados provenientes de otros países?
No hay respuestas sencillas a estas y otras preguntas, ni soluciones rápidas para la situación que enfrenta ahora el país. Me queda claro que México no puede ni debe ser el único responsable de lo que ocurre. Los corruptos gobiernos y los plutócratas centroamericanos deben asumir su responsabilidad y contribuir con los recursos que sean necesarios para garantizar el bienestar de sus conciudadanos migrantes. Igual deben hacer el gobierno estadounidense y las empresas de ese país que desde hace décadas han explotado los recursos naturales de Centroamérica sin regresarle algo a cambio. La solución del problema exige una solución internacional conjunta.
Los sentimientos encontrados que esta crisis me genera aparentemente no se dan en aquellos que asumen la defensa a ultranza de los hondureños ni en aquellos que se pronuncian contra su entrada al país. Ojalá que el asunto fuera tan sencillo. No lo es.
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