El 3 de julio de 2018 escribí que los gobiernos de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto no lograron resolver los problemas que más afectan a los mexicanos: la pobreza en que viven millones, la falta de empleos formales, los bajos ingresos, la creciente desigualdad, la violencia del crimen organizado y la impunidad con que opera, la corrupción generalizada, un sistema educativo incapaz de preparar a las nuevas generaciones y un sistema de salud que no brinda servicios de calidad a la mayoría de las personas. Además, el gasto público irresponsable y el desvío de recursos a bolsillos de funcionarios y empresarios corruptos fueron aumentando. En resumen: las oportunidades desperdiciadas fueron muchas.
Acepté que durante esos 18 años hubo progreso, pero los problemas más urgentes no solo no se resolvieron, sino que se agravaron peligrosamente. Andrés Manuel López Obrador, con paciencia e inteligencia, supo capitalizar ese descontento popular en su exitosa tercera campaña presidencial. El 53% de los votantes que lo eligieron simplemente dejó de creer en los partidos establecidos y decidió darle una oportunidad a quien prometía un cambio radical y profundo.
En esa columna dije que no me dolió la derrota de los candidatos presidenciales José Antonio Meade y Ricardo Anaya, respectivamente, porque representaban la continuidad de un sistema fallido; también expresé que no me alegró la victoria de AMLO, porque nunca creí que en seis años podría transformar el país como prometía. Sin embargo, deseé estar equivocado y que resultara ser el mejor presidente de nuestra historia, por el bien de todos, aunque mi escepticismo persistió a lo largo de su mandato. Sabía que transformar un país tan complejo en tan poco tiempo sería una tarea titánica, por no decir imposible.
Hoy, a una semana de que termine su mandato, no puedo decir que AMLO me haya defraudado, porque nunca esperé que transformaría a México. Reconozco que su gobierno sacó a unos diez millones de mexicanos de la pobreza, que mejoraron los ingresos de muchas familias y que la brecha entre los que tienen mucho y los que tienen poco no siguió ampliándose. Esto es un logro considerable, digno de reconocimiento, que sus detractores han minimizado o ignorado injustamente.
Sin embargo, los problemas siguen. La falta de empleos formales persiste, la delincuencia controla más sectores clave de la economía y el gobierno, los niveles de impunidad continúan siendo altísimos, y la corrupción no disminuyó como muchos esperaban. El sistema educativo, ya de por sí mediocre, empeoró, hubo una patente irresponsabilidad en gran parte del gasto público y sus cambios al sistema de salud fracasaron estrepitosamente. Algunas de sus reformas constitucionales amenazan con facilitar la instauración de un nuevo régimen autoritario.
López Obrador será recordado porque mejoró la situación económica de millones de mexicanos, algo nada fácil, pero no como el líder capaz de transformar al país de manera profunda y sostenible. A pesar de los avances, los problemas estructurales persisten y, por ello, seguimos esperando al presidente o a la presidenta que logre el cambio real, duradero y positivo que México tanto necesita.
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