Los Olvidos – Parte 10

Desde la noche anterior puse a cargar la batería del  power pack que se colocaba con unas correas como chalequito sobre la espalda,  en tanto el tocacintas se ponía sobre el pecho para poder meter los casettes....

30 de octubre, 2020

Desde la noche anterior puse a cargar la batería del  power pack que se colocaba con unas correas como chalequito sobre la espalda,  en tanto el tocacintas se ponía sobre el pecho para poder meter los casettes.

Antes de iniciar la bajada hacia Acapulco, ajusté  el chaleco de mi Stereo-track para escuchar música; me coloqué los audífonos, lo encendí y de inmediato surgieron  las voces de Abba cantando Chiquitita.

Siempre me ha gustado el premio de los descensos después del esfuerzo de las subidas;  el toque  del viento sobre la cara; la sensación de libertad; la forma en que el paisaje cobra nitidez al agudizarse por fuerza  la atención a que obliga la velocidad de una bicicleta de carreras descendiendo. Al ir bajando saludé a la ranita de piedra que conmemora la inauguración de la Escénica; el tráfico era poco y eso me permitía disfrutar de las vistas sin descuidarme.

Algunas personas me sonreían al verme pasar; un pequeño que sostenía su globo con una mano  me saludó agitando su otra manita con entusiasmo; poco más adelante me detuve cuando vi un carrito de paletas heladas.

  • -Buenos días joven, ¿me da por favor una paleta de limón?
  • -¡Claro güerito!- Me dijo el  paletero mientras sacaba una deslumbrante paleta verde nacional y me la ofrecía diciéndome muy orgulloso que eran hechas en casa.

Como todavía era temprano, decidí tomarme mi paleta platicando con el señor de las nieves.

  • -¿De dónde viene güerito? 
  • -Vengo de adelante del Pierre; no muy lejos.
  • -¿Y a dónde va?
  • -Voy nada más por el rumbo entre  La Quebrada y Flamingos

Quién sabe qué gesto se dibujó en mi cara ante su pregunta, que de volada me dijo:

  • -¡A poco desde el Marqués va hasta tan lejos para ver a su novia!
  • -No tengo novia, le dije sin más.
  • -¡Ah! qué güero mentiroso, hasta se me distrajo  pensando en la futura novia pues…

Sus comentarios me hacían gracia y al mismo tiempo me sentía como si se me hubiera descubierto un gran secreto. Después de todo, lo único que iba yo a hacer, era ver una casa que me gustaba y a bombardear al cuidador con todas mis preguntas; no había gran misterio en eso.

Algo dentro de mí, parecía reírse de mi razonamiento, y una voz interior me decía que no me engañara a mí mismo. Ni siquiera yo sabía por qué Los Olvidos me atraía con esa fuerza. Cuando terminé mi paleta, le di las gracias al señor que al despedirnos me dijo:

  • -¡suerte con la novia güerito!

No pude evitar sonreírle con cierta complicidad, y me puse en marcha de nuevo.

Al llegar a la glorieta de La Diana, me volví a detener porque nunca había yo visto la llegada del camino de México desde el nivel de la Costera. Quise imaginar cómo me habría yo visto descendiendo en mi bicicleta por esa última pendiente antes de entrar a la bahía.

Me orillé sobre la banqueta que rodea a la Diana y me senté en el pasto viendo la llegada de turistas, transportes urbanos, estrellas de oro, flechas rojas, motociclistas  y todo ese río humano que fluía en ambos sentidos.

Tranquilamente sentado sobre el pasto, viendo en dirección a la llegada, pude recordar con gran claridad mi primer descenso hacia Acapulco cuando apenas tenía 16 años. La desventaja de un ciclista tan joven e  inexperto es la falta de concentración que se traduce en mayor cansancio. Nueve años antes había yo  llegado cubierto de polvo y diésel que soltaban los camiones maquillándome como mapache.

El último tramo de Chilpancingo a Acapulco tiene dos etapas que ni a los 16 años dejan de “cobrar su cuota”: la subida de Petaquillas a Mazatlán, y el “postre” de las Cruces a la Garita…

Mi primera aventura a Acapulco en  bicicleta me tomó once días porque no es lo mismo haber recorrido la carretera en coche, que pedaleando. En coche no te fijas en las cuestas y los descensos; en bicicleta nada más no se olvidan.

Mientras pensaba todo esto, le pregunté a la Diana Cazadora qué le parecía mi odisea; qué bueno que nadie me oyó platicando con la estatua, y mucho menos que la emblemática flechadora del firmamento pareció contestarme diciendo:

  • -Te recuerdo desde entonces, y todas las otras veces; y en ninguna de tus llegadas me compartiste tu regocijo por la proeza; ¡a ver si la próxima vez me saludas mientras bajas hasta aquí!

Me dio gusto que la misma bicicleta estuviera a mi lado descansando sobre el pasto mientras dábamos ese vistazo hacia nuestra primera aventura por el querido camino viejo.

Una vez más reinicié el trayecto  sin demasiada prisa. Pasé por el fuerte de San Diego y a la altura del zócalo decidí subirme por el viejo atajo  de La Quebrada para luego pasar por playa Angosta hacia Los Olvidos.

Llegué a la Quebrada pasada la una de la tarde. Estaba un poco cansado así que me asomé al hotel El Faro para ver si de pura casualidad estaba por ahí Doña Rosita Salas. Efectivamente, doña Rosita estaba muy a gusto sentada donde en su banca de la que estaba tan orgullosa, refrescándose con un gran abanico estampado con sirenas y estrellas de mar.

Desde la primera vez que le dije cuánto me gustaba esa banca, me dijo;

  • -¡Cómo no te  había de gustar hijo! Está hecha como las trojes, sin un solo clavo y sin pegamento. Me la regaló don Carlos Barnard hace mucho tiempo junto con esa mesa que ¡no hay ladrón que se la robe! Para ponerla aquí, fueron necesarios ocho cargadores  bien fuertes, y con todo y todo, sudaron la gota gorda. Es de pura raíz maciza.
  • -No se preocupe, doña Rosita, a mí nada más me gusta su banca… Pero no me la voy a robar, se  lo prometo.

Y nos reímos como escuincles traviesos nada mas de imaginarme cargando la banca de tres metros de largo para llevármela del Faro;  ahí estaba muy bien.

 

  • -¿Y ahora qué andas haciendo hijo?
  • -Vine a ver a don Marcelino que me dijo que viniera hoy, porque mañana llega su patrón para quedarse toda la semana y yo me voy a México el miércoles.
  • -¿Te has fijado, hijo, que El Mirador, El Faro y tus Olvidos están pintados del mismo color?
  • -Sí Doña Rosita, y en los tres se ve muy bien.
  • -Has de saber, muchacho, que hasta la casa del General Ávila Camacho allá por Caleta y  la del General Limón aquí en La Angosta también estaban pintadas de este tono amarillito pálido que aguanta mejor que el blanco de Taxco y se ve bonito con las tejas.
  • -¿Hoy no quiere su Yoli Doña Rosita?
  • -No m’ijo; se te va a hacer tarde, y luego allá en tus Olvidos se te borra la noción del tiempo y en tu bicicleta no traes ni luces; ¡no te vayan a apachurrar en la Costera muchacho!
  • -No, doña Rosita, van a pasar por mí como a las cuatro o cinco de la tarde al Club de Yates para regresarme en la camioneta de mi mamá. 
  • -Habías de traer alguna vez a tu mami. Si dices que venía mucho de chiquilla al Mirador en un descuido hasta nos conocemos de antes y podríamos tomarnos un cafecito muy a gusto mientras platicamos de los viejos tiempos.
  • -Yo le digo a mi mamá doña Rosita, y seguro le va a encantar la idea de venir aquí, aunque a ver si se anima antes del miércoles.

No había yo permanecido más de 20 minutos en El Faro, así que al pasar por La Sinfonía me detuve para ver Los Olvidos con calma, verla como tantas otras veces pero ahora era diferente. Era diferente porque ya no  me era ajena; porque ya había yo cruzado su umbral y estado en algunos de sus rincones.

Ahora quería escudriñarla de lejos; releerla, confirmarme a mí mismo que esta vez era diferente porque ya no le era yo ajeno ni desconocido tampoco.

Si hubiera yo tenido a la mano unos binoculares no los habría usado.

Habría sido una intromisión; algo indebido; espiar sin necesidad de hacerlo.

Me senté en la parte más alta de ese anfiteatro al aire libre desde donde la vista de Los Olvidos la revelaba en todo su esplendor.

Desde donde yo estaba, no se veía vacía de muebles; no se apreciaba deterioro alguno por el descuido; se veía radiante dando la impresión de que por momentos navegaba mar adentro.

De un instante a otro, sus muchas palmeras bailaban rítmicamente impulsadas por el viento para después quedarse quietas resguardando el jardín mágico bajo su sombra; cobijando sus misterios.

Por una parte, quería que don Marcelino me dijera qué significaba la inscripción del catorce de marzo de 1951 precisamente en aquella baldosa,  pero al mismo tiempo casi prefería no saber. Desde luego esa fecha no estaba ahí por casualidad, tanto como no era por casualidad que durante años esa casa había estado no solo en mis pensamientos, sino que había soñado con ella varias veces.

Y ahora tenía yo miedo de desvelar el porqué de la fecha; miedo de conocer sus secretos, porque presentía que no me era tan desconocida, que podría  descubrir que estaba ligado a ese sitio en alguna forma; miedo hasta de abrirle la puerta de mis sueños y dejar entrar lo que solamente alcanzaba a intuir, a imaginar…

La contradicción chocaba en mi interior; quería abrir de par en par la puerta de mis sueños y descubrir por fin qué significaba todo aquello; presentía que si así lo hiciera,  una presencia cálida y entrañable aparecería recostada  a mi lado   y ya no se iría. 

Pero no nada más era miedo; también era nostalgia, un dulce deseo adolescente, anticipación, inquietud, impulsos de regresar a un lugar en el que nunca había yo estado…

¿O sí?

Fijándome bien, pude ubicar el sitio exacto del segundo piso desde el que había yo visto a la joven caminando por el palmar; me fue fácil revivir la imagen de su vestido claro, de su cabello cayendo suavemente sobre su espalda; su casi imperceptible caminar entre las palmeras…

Pude apreciar que a traves del tejado que cubría la terraza de los arcos, había un pasillo descubierto  que culminaba en un mirador panorámico  enmarcado por unas barandillas apenas perceptibles. Esa era sin duda la habitación principal a la que no alcancé a entrar durante mi visita anterior.

No podía yo creer que después de haber visto Los Olvidos desde la Sinfonía tantas veces, ahora tenía la certidumbre de haber estado ahí y una vez más estaba a punto de volver a entrar.

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