Hace poco más de diez años abrí, por mis medios y solo por el gusto de compartir, un blog literario que todavía existe: Cisterna de Sol, https://cesarcallejas.me/. Me inspiré no solo en el versito de Alfonso Reyes, sino en su Monterrey, aquel periódico que imprimía por sí mismo y que distribuía a sus amigos con las novedades de su actividad literaria, aquellas astillas del taller en las que exhibía su pasión de escritor y su goce de lector. Semanalmente, el blog ofrece distintas secciones: “El libro nuestro de cada martes” recomienda un libro; “El vals del minuto” ofrece una videocolumna con una reflexión diminuta sobre la reunión entre la vida y la literatura; los “miércoles del presente” obsequia con un libro de dominio público y de paso revisa la literatura clásica. Desde que abrió Cisterna de Sol, su lema fue “A leer por el gusto de leer”. Hoy me entero que todo el esfuerzo de más de una década no ha sido sino una intentona capitalista y consumista para mayor seña. Además de cornudo, apaleado, diría mi abuela, la sabia.
Ahora que la diabólica frase fue pronunciada y luego victimizada y ridiculizada por lectores, escritores y actores de la vida cultural, me encuentro con respuestas todavía más audaces, que si se rediseñaron los libros de texto o que si no, que si al pobre autor de la frase se le ataca injustamente o que si se lo merece… Al final del día, entre los sombrerazos y pastelazos, nos desviamos del punto central: si debe el Estado promover la lectura y colaborar para que México se vuelva un país de lectores, así nomás por el gusto de leer y que todos los mexicanos nos beneficiemos del sentido crítico, la herencia cultural, la mejor y más clara expresión: la literaria. En cambio, quedamos como estábamos, pero todavía más confundidos.
Vamos, si el propio Alfonso Reyes tenía su sueño secreto: ver convertido a México en una nueva Atenas. Hoy ya no pretendemos tanto, sino apenas que se cumpla el deseo de José Vasconcelos, otro lector avaricioso y voraz, también hecho de puro gusto porque del placer nacía el compromiso: Pan, jabón y alfabeto. Mala señal cuando se descalifica cualquier causa para leer. Primero porque se mofa de la libertad más elemental que corresponde a quien quiere leer: elegir qué, cómo y cuándo se lee, porque las razones son imposibles de determinar y cuantificar. Uno lee porque está contento o porque está triste, porque los libros son el refugio de los pecadores, decía Alfonso Reyes, y son, como dice la letanía “causa de nuestra alegría”, si no que me lo digan los miles de lectores de Tom Sawyer o del Lazarillo de Tormes. Uno lee para emocionarse, así por el gusto de la adrenalina como quien sigue a Stieg Larsson en la serie Millenium, o para encontrar la paz (Cortázar decía que de un tiempo para acá el único lugar donde se puede estar tranquilo es en los libros); sí, también se lee para aprender o para olvidar. Quevedo afirmaba que retirado en la paz de estos desiertos, con pocos pero doctos libros juntos, vivía en conversación con los difuntos y escuchaba con sus ojos a los muertos.
Es verdad que se lee para aprender, pero si lo vemos de cerca, ese es un efecto secundario. Uno lee porque está enamorado; por ahí reposa mi María de Jorge Isaac cuando estar enamorado era derramar miel y ver las estrellas o porque ya lo dejaron y de paso aprende algún dato importante leyendo Anna Karénina o a las Mujeres de ojos grandes. Uno lee por desmadre para reírse un rato y formar su sentido crítico al mismo tiempo. Ahí anda mi Diccionario del Diablo o el de Coll. Porque lo que no se vale es que –para ganar el punto, no para buscar las razones y las causas y desde ahí generar programas y compromisos– venga un señor, por más augusto y comprometido que sea su nombre, a decirme que los cientos, miles de mujeres y hombres que hemos dedicado horas y recursos para invitar a nuestro prójimo a aventurarse en la lectura, así nomás, insisto, por el gusto de leer, para sentir bonito, somos capitalistas consumistas para mayor seña.
Que no me diga que el Che Guevara no leyó nomás por pasar el rato mientras vagaba por nuestro continente, y aunque me lo juren todos los dioses tutelares de Mao, el gran timonel, o del Padrecito Stalin, que no se rieron leyendo episodios de aventuras alguna vez, sí son célebres las lecturas de pasatiempo en la trinidad comunista mexicana: Diego, Frida y Trotsky. Ande usted, paladín de las fuerzas tradicionales y melancólicas de la izquierda, si no ha probado las mieles de leer a La Familia Burrón, las aventuras de El Periquillo Sarniento, porque si lo hace, tendría que reconocer lo mucho que se ha perdido y, ya se ve, eso de reconocer errores nos está de moda.
Y como dicen los abogados, suponiendo sin conceder, que en efecto leer por placer sea un acto de consumismo capitalista, pues hombre, que el puerco capitalismo sirva de algo en lo que lo hacemos trizas y le entramos con fe a capitalizar las librerías de barrio, las editoriales independientes, los escritores noveles, esos elementos de la disrupción y la contrarrevolucionaria, que el buen amigo de los libros de texto gratuitos se imagina en paradisíacas mansiones sobándose las manos con la sonrisa de los villanos de caricatura imaginando como de su explotación capitalista un chico de 12 años se queda fuera de su casa, leyendo en una banca bajo el farol de la calle, con la sonrisa básica de los inocentes, por primera vez Las batallas en el desierto. Salud por esos explotadores.
@cesarbc70
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