En la novela de Han Kang encontramos dos voces y dos perspectivas que alternan el pasado y el presente, así como «Las clases de griego», donde se proponen reflexiones filosóficas que enriquecen el relato. Si bien no pretende ser una obra que revolucione la historia de la literatura, se trata de un relato con profundo encanto, de un entrelazamiento de vidas que confrontan la imposibilidad de ver con la imposibilidad de decir.
De Han Kang había leído La vegetariana y Actos humanos. Ambas obras me parecieron de gran interés y me mostraron a una autora de una sensibilidad distinta, de un lirismo suave y sutil, pero a la vez directa, brutal y desgarradora cuando la narración lo exige. Se trata de dos novelas potentes, de argumentos complejos y que ofrecen, a pesar de la desgarrador de lo contado, visiones del mundo que me parecieron refrescantes. El punto es que su dos obras me gustaron, sobre todo porque las leí antes de su polémico nombramiento como ganadora del Premio Nobel en 2024.
La clase de griego1 es la primera de sus obras que leo posterior al premio y mi objetivo lector era no dejarme influir por el prejuicio de “autora sobrevalorada” que mucha gente le ha colgado, a mi juicio, sin razón puesto que apenas estamos descubriendo el conjunto de su obra.
El punto es que esta nueva novela –que en realidad no lo es tanto puesto que fue escrita en 2011, antes incluso de Actos humanos–, me pareció de nuevo una experiencia de lectura muy enriquecedora.
Si bien es mucho más breve que las anteriores y con una historia más simple, su lirismo, la intimidad y cercanía con que aborda a los personajes y las situaciones que viven resulta en muchos momentos conmovedor.
Como decía, el argumento es simple: un maestro de griego, que padece una enfermedad congénita que habrá de dejarlo eventualmente ciego, tiene un acercamiento sutil, circunstancial y fortuito con una de sus alumnas, una mujer divorciada a la que le quitaron la custodia de su hijo y que padece un extraño trastorno que la hace perder el habla sin motivo aparente y sin que pueda, por su voluntad, recuperarla.
“La pérdida del habla que sufre de nuevo –explica el narrador– no es cálida ni intensa ni nítida como hace veinte años. Si el primer silencio se parecía al de antes del nacimiento, el de ahora se parece al de después de la muerte. Antes era como mirar el ondulante mundo exterior desde el fondo submarino, ahora se ha convertido en una sombra que se arrastra por la dura superficie de paredes y suelos mientras contempla desde fuera la vida que transcurre en un gigantesco tanque cisterna. Podía oír y leer cualquier palabra, pero no podía abrir la boca y pronunciar los sonidos. Era un silencio frío y extraño, como una sombra sin cuerpo, como el tronco vacío de un árbol muerto, como la materia oscura que llena el espacio sideral2”.
Aun cuando la trama no entraña complejidades mayores, y que la paradoja de juntar a un ciego con una muda puede resultar peligrosa por remitir a la parodia, la manera en que está contada, la sutileza, la sensibilidad, el lirismo, lo afortunado de muchas de las imágenes literarias convierte la novela en un viaje emotivo y enternecedor.
La narración comienza cuando, en plena clase de griego, a la protagonista se le pide leer un pasaje en voz alta. Pero no puede articular ninguna palabra y ese hecho nos lleva a un viaje al pasado, donde habrá de recordar la primera vez que, en su infancia, le ocurrió algo semejante.
El otro personaje es el profesor de griego. Como ya se dijo, víctima de una ceguera avanzada que inexorablemente terminará en total. También con él hacemos un viaje a su adolescencia, al amor que lo marcó en aquellos años, a su traslado de Corea a Alemania y repatriación años después.
Dos narradores, dos voces y dos perspectivas donde se alternan el pasado y el presente de los personajes, así como las clases de griego, donde a partir de citar a Sócrates y Platón, se proponen reflexiones filosóficas que enriquecen el relato. Como se ve, nada hay en la novela ni en lo formal ni en lo estructural que revolucione el mundo de la literatura y sin embargo se trata de una historia con profundo encanto, de un entrelazamiento de vidas que confrontan la imposibilidad de ver con la imposibilidad de decir.
Si tuviera que señalar una debilidad tendría que hablar de una paradoja. El final de la novela me pareció de un lirismo brillante que remata la experiencia de lectura dejándonos un sabor de esperanza y agrado. Sin embargo, al mismo tiempo creo que la forma en que Han Kang termina su novela –y debería agregar que no es una “debilidad” sólo de ella, sino que se trata de una característica casi generacional– es un tanto prematura. Si debiera resumirlo, diría que mi sensación es que le faltó un capítulo.
Desde luego, no hablo de regresar al siglo XIX donde fuera perentorio cerrar del todo los relatos y no dejar ningún cabo suelto, ni tampoco sabotear la participación “creativa” del lector. Pero el argumento de que el escritor debe plantear el panorama general para que sea el lector quien decida lo que pasa está en la frontera del abandono de los personajes a su suerte y la imposibilidad de responsabilizarse en darle un final a la propia historia. Una cosa es resolver la novela de tal manera que permita a varias interpretaciones posibles y otra muy distinta dejar la trama inconclusa y que sea el lector quien la complete como dicte su albedrío. Desde mi perspectiva, en esta novela Han Kang entra en el segundo supuesto.
En resumen, el dolor y la desesperanza se confrontan con la vida, con la cotidianidad. Lo abrumador de la existencia dentro de sociedades tan exigentes y delirantes como la nuestra, y que sin embargo, de forma sutil sugiere la posibilidad de que las dos tragedias sean más llevaderas en compañía.
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1 Han Kang, La clase de griego , Segunda Edición, Argentina, Literatura Random House, 2023, Págs. 1732 Íbidem, Pág. 19
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