Nuevamente estaba en la terraza de los arcos con don Marcelino. El tiempo se había pasado rapidísimo: llevaba ya cerca de tres horas de haber llamado a la puerta y parecía que había estado en esa casa toda la vida.
Llegó un momento en que nos quedamos en silencio, cada quién con sus pensamientos, viendo hacia la distancia mientras el sol se disponía a disfrutar la frescura del mar con un chapuzón antes de irse a dormir. La brisa arreciaba y con ella, el oleaje rompía sobre una escollera que quedaba al frente de los acantilados sobre los que estaba construida la casa.
La sensación del agua que salpicaba con un ligerísimo rocío en la cara, pero sin quedar empapado, era algo nuevo para mí. El cielo estaba limpio, sin nubes, de manera que podríamos ver una puesta de sol sin obstrucciones de ninguna clase.
Sin embargo, a pesar de la ausencia de nubes, el cielo se iba cambiando de colores de azul pálido a plateado, de plateado a rosa pálido, y de rosa pálido a un extraño azul acerado con destellos dorados sobre el agua que se veía más oscura según se acercaba el sol al horizonte para descansar.
Ver las olas romper contra las rocas es algo que nunca cansa. A mí me encanta pasarme las horas en el Revolcadero viendo el oleaje golpear los acantilados, especialmente en mayo cuando, por alguna razón, la marea cobra mayor fuerza.
¡A medida que el sol se va acercando al agua, su descenso se acelera y las olas se encrespan como sirenas contentas de ver llegar a su astro rey! El sol por fin se puso y la tarde comenzó a vestirse de tonos perla mientras las luciérnagas convertidas en estrellas empezaban a asomarse para ver a los clavadistas de La Quebrada.
Don Marcelino muy amablemente me preguntó:
-¿Le gusta la casa? ¿Le gusta la vista?
De plano me reí con una carcajada mientras le decía que esas preguntas ni se preguntan… y le dije:
-Don Marcelino, ni siquiera esperaba que me contestaran cuando toqué el timbre, y mucho menos que me permitiera pasar a ver la casa. De verdad no sé cómo agradecérselo.
Él también sonrió.
Entonces, le dije que me iba a tener que ir, aunque de buena gana me quedaría a platicar con él. Me dijo que podía yo visitarlo cuando quisiera porque casi siempre estaba en la casa y que le daría gusto invitarme un café o un refresco. Desde entonces nos hicimos amigos.
Fuimos encaminándonos hacia la salida, por el jardín que se encontraba sobre el lado de la casa más cercano a La Sinfonía del Mar o a la Quebrada. Estaba lleno de palmeras muy altas que sombreaban mucho. Íbamos caminando sobre una veredita de baldosas de cantera cuando de verdad ¡me dio un vuelco el corazón!
En una de las baldosas de cantera, estaba grabado 14-III-1951. Ese es el día en que yo nací. Don Marcelino notó que algo me había llamado mucho la atención y me preguntó de qué se trataba. No quería yo parecer fuera de lugar o tonto, y le dije que no era nada, pero no me lo creyó.
Entonces me preguntó si me había llamado la atención la fecha en la baldosa. Obviamente era la única de todas las baldosas de esa veredita que tenía inscrito algo.
Pensándolo mejor, le dije que era algo como de un viejo programa de la televisión que se llamaba Dimensión Desconocida, que se iba a reír de mí.
- Ya me estoy riendo, pero no de usted. Dígame con confianza.
Entonces en tono de broma le dije que ojalá no hubiera otra baldosa con fecha por el jardín. Ahora el sorprendido era él.
-No hay ninguna otra fecha; esa es la única.
-Menos mal –contesté– El 14 de marzo de 1951 es la fecha en que yo nací. No me gustaría que hubiera otra baldosa con la fecha en que me vaya yo a morir…
Ante el desplante de mi humor negro, nos reímos los dos. Estará usted de acuerdo que no es para menos que sorprenderme de encontrar la fecha de mi nacimiento en una casa que siempre he querido conocer, y que para coincidencia parece algo demasiado casual, ¿o no?
Don Marcelino quedó muy sorprendido y parecía impactado de que esa fuera la fecha de mi nacimiento. De un momento al otro cambió de actitud y me dijo:
-Mejor aquí lo dejamos por hoy. Si le cuento la historia de esa baldosa ahorita, igual sale corriendo y no va a querer ni volver. Yo mismo no estoy decidido a decirle la historia tras la inscripción de esa fecha. ¿Cuándo se va a Mexico?
-No tengo fecha fija todavía.
Entonces, don Marcelino me dijo que si podía yo volver el siguiente sábado pasando las 11 de la mañana, me contaría lo de la baldosa y me daría un recorrido con calma por toda la casa.
Así, llegamos al zaguán, donde volví a agradecerle su increíble amabilidad. Me estaba yo despidiendo cuando llegó su esposa de hacer la compra del mandado y me la presentó:
-Joven, esta es mi señora, Adelina.
Yo no le había dicho mi nombre, de manera que saludé a su esposa diciéndole:
-Soy Julio Chavezmontes, a sus órdenes.
El portón se cerró tras de mí. Me subí a mi coche, bajé las ventanillas de ambos lados y comenzaron a escucharse los grillos que ensayaban para formar un coro con las cuijas y las luciérnagas.
El callejón de Explanada era bonito, estrecho, flanqueado por muros gruesos de color blanco que desembocaba sobre la avenida López Mateos, donde de pronto el ambiente cambiaba notablemente, como si al abandonar el callejoncito, se regresara no de un lugar a otro, sino del pasado remoto al presente.
Tomé el camino en dirección a La Quebrada para pasar a saludar a Doña Rosa Salas, la dueña del Hotel El Faro, vecino del inmejorable Hotel Mirador. Quería contarle lo que me acababa de pasar.
Tuve la buena suerte de encontrarla en el vestíbulo de su hotel, sentada sobre una bellísima banca de madera de parota, donde me saludó con el cariño con el que siempre me saludaba.
-Hola muchacho, qué milagro que vienes por aquí a estas horas.
-¿Cómo está Doña Rosa? Lo que pasa es que andaba yo de metiche por aquí cerca y quise pasar a contarle mis aventuras.
-Pues soy toda oídos, hijo, puedes contarme lo que quieras…
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