El lenguaje del diablo

Tal parece que el diablo no está en el lejano infierno que nos enseñaron de niños, sino en la punta de nuestra propia lengua.

18 de noviembre, 2025 El lenguaje del diablo

Tengo un amigo al cual admiro profundamente. Carlos Sosa Velasco es un médico cirujano salvadoreño, quien, pese a su apretada agenda como jefe del servicio de urgencias en un hospital en San Salvador, se da tiempo para escribir de una forma que dice mucho a quienes tenemos el privilegio de leerlo.

En esta oportunidad me hizo llegar una de sus últimas obras. Se intitula “Manual para corromper el alma”. Con una prosa clara y bien cuidada va desarrollando su planteamiento acerca de la corrupción, origen y desarrollo, hasta explicar los alcances que, por desgracia, ha llegado a tener en nuestra sociedad. De alguna manera las sociedades de distintas partes del mundo se asemejan, y más todavía las de dos países latinoamericanos.

Carlos presenta una hipótesis poderosa para explicar cómo es que la corrupción se va anidando en el interior de cualquiera de nosotros, hasta llegar a contaminar todos los pensamientos, los dichos y los actos en nuestro día a día. A lo largo del libro la voz narrativa es la del diablo. Inicia mencionando que hay sombras que no matan, pero si las descuidamos terminarán viviendo en nuestro interior. Más adelante compara el alma humana con un muro recién pintado al que basta solamente una gota de humedad para ir descomponiendo su blancura, y que detrás de la afirmación que nos hacemos a nosotros mismos ante una tentación, de “solo esta vez” va a desarrollarse una larga cadena de eventos fuera de lo debido, y cada uno de ellos nos coloca más y más en la ceguera de no ver cómo nos vamos alejando del lado correcto de la historia. Aplicable a nuestros actos individuales, como a la forma de proceder de figuras públicas, en particular –vienen a mi mente, no sé por qué—nuestros gobernantes.

Una frase contundente de la pluma del escritor es la que afirma: “Lo merezco”. En sus palabras, este es el verdadero himno de la caída. A raíz de eso es que comenzamos a percibir las cosas de un modo distorsionado y a sentir que cualquiera de nuestros actos fuera de la legalidad quedará finalmente justificado.

Más adelante Sosa nos habla de la personalidad del que actúa de este modo. Quizá se considera a sí mismo un buen ser humano, incapaz de faltar a la verdad y el bien. O quizá se presenta al mundo de esta forma, aunque muy en su interior sepa que las cosas no son precisamente así. Quiere vendernos la imagen del personaje virtuoso, bien intencionado e incapaz de cometer un acto indebido, y así hacer lucir a quienes lo señalen como difamadores y malévolos.

Páginas más adelante el escritor señala que la justificación destruye el bien absoluto, puesto que todo se vuelve relativo y la calidad moral de las cosas dependerá del punto de vista de quien las califica. Ello genera una variabilidad acomodaticia en la que un ser humano puede lograr ajustar sus intereses –así sean estos mezquinos—a la narrativa con que se busca seducir a otros.

En ese universo creado para justificar cualquiera de sus acciones, él mismo se convierte en juez, abogado y verdugo, cuidando de evitar que el dedo de su propia ley señale hacia sí mismo. Elude toda responsabilidad, e invariablemente habrá de buscar en su entorno culpables, a quienes fincar cargos de lo que ocurre.

El mal no habita en los abismos. Lo hace en los pequeños actos cotidianos en los cuales se va dejando caer una gota de moho moral que finalmente contamine todo el ambiente, y que genere los dichos a modo, las decisiones tibias y los silencios que convengan al sostenimiento de lo que se busca enarbolar como verdad absoluta. Por más que las evidencias puedan apuntar directamente a su persona, su narrativa desviará la atención en otro sentido.

Termina con una frase que se quedó resonando en mí, tanto que me obliga a colocar este maravilloso tratado como un libro de cabecera al cual habré de recurrir en distintos momentos de mi vida, cuando la conciencia de la descomposición social que estamos viviendo intente sobrepasarme y ahogarme. Lanza Carlos Sosa, en las últimas líneas de su obra, a través de la voz del diablo narrador su estocada final: “No necesito el fuego: me basta un poco de lenguaje.”

Revolucionarios y Z’s

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