¿Solamente se muere una vez?

Y al morir en tus brazos, me volví universo, / sin cuerpo, sin nombre, sin tiempo ni verso. —Anónimo sensualista, Versos desde el abismo dulce

19 de mayo, 2025

Todos los vivos hemos muerto alguna vez, todos hemos sentido que el mundo se detiene, que la conciencia para y hay un apagón íntimo, un breve eclipse del yo, una desconexión fugaz del mundo racional, me refiero a la llamada “muerte chiquita” o en lengua francesa: “la petite mort”.

No es una muerte real, la petite mort refiere que en el clímax del placer hay una muerte momentánea del yo, una rendición a lo más corporal y espiritual a la vez. Es un momento donde el tiempo se detiene para después explotar de placer.

La expresión comenzó a circular como eufemismo en la literatura del siglo XVI, aunque su sentido sexual se consolidó más claramente hacia el siglo XIX.

No se le atribuye a una sola persona, pero, se sabe que fue utilizada por escritores y poetas franceses como una metáfora para describir la sensación de pérdida de conciencia, disolución del yo o agotamiento profundo después del clímax sexual.

Jean de La Fontaine (s. XVII), en sus fábulas y escritos, ya jugaba con dobles sentidos eróticos, aunque sin nombrar directamente la petite mort en este contexto. En el siglo XIX, autores como Gustave Flaubert o Charles Baudelaire usaban el término de manera más simbólica y explícita. Georges Bataille, filósofo y escritor del siglo XX, es uno de los más conocidos por explorar profundamente el vínculo entre erotismo, éxtasis y muerte, aunque no fue él quien acuñó el término.

La frase la petite mort originalmente se usaba en contextos literarios y poéticos para describir una pérdida momentánea de conciencia o vitalidad. Con el tiempo, su asociación con el orgasmo —por ser una experiencia intensa que provoca una breve “desconexión” del yo— se volvió más explícita y culturalmente reconocida.

Durante el orgasmo, el cuerpo es una sinfonía bioquímica. En ese momento, el cerebro libera una tormenta de neurotransmisores: dopamina (el químico del placer), oxitocina (la hormona del apego) y endorfinas (analgésicos naturales). En estudios de neuroimagen, se ha visto que, en el clímax, regiones como la corteza prefrontal —asociada al juicio, la planificación y el control— prácticamente “se apagan”. Es decir, en ese instante, la mente racional se rinde, “muere momentáneamente”.

Alguien escribió que “el orgasmo es la única experiencia espiritual que el cuerpo concede sin pedir permiso al alma”. En hombres y mujeres, el sistema nervioso simpático alcanza su pico máximo, el ritmo cardiaco se dispara, los músculos se contraen involuntariamente, y todo el sistema límbico, centro de las emociones, se enciende.

Un estudio del neurocientífico norteamericano Barry Komisaruk, quien ha sido testigo de más de 200 orgasmos femeninos en vivo en su laboratorio, encontró que el clímax femenino activa más de 30 áreas cerebrales, incluyendo aquellas vinculadas al dolor, la emoción y la recompensa. ¿Quién dijo que el placer es simple?

La literatura ha llamado a este momento de disolución de muchas formas. Shakespeare lo mencionaba entre líneas; los poetas sufíes hablaban de un éxtasis místico no muy distinto. Y los surrealistas franceses, cómo no, lo nombraron sin miedo: la petite mort, esa muerte diminuta que se cuela entre los muslos y se lleva, por un segundo, la conciencia de estar vivos… o la hace más intensa.

Tras el clímax, el cuerpo entra en fase de resolución. El sistema parasimpático toma el control: la calma llega, los latidos disminuyen, y el mundo vuelve a ser reconocible. Es por lo que muchas personas sienten somnolencia, ternura o incluso melancolía. El momento posterior al orgasmo puede ser introspectivo, como si el alma necesitara recoger sus piezas.

No es casualidad que muchas culturas hayan asociado el sexo no solo con placer, sino con muerte, transformación o renacimiento. En cierto modo, cada clímax es una frontera: se muere un yo y se nace otro. Por eso, algunos encuentran en ese instante una forma de verdad.

Aunque todo esto suene profundo, también es cierto que la “pequeña muerte” tiene su parte terrenal: hay gemidos fuera de ritmo, caras graciosas, tropiezos con ropa interior y momentos de “¿ya terminó?”. Al final, no todo lo sublime necesita solemnidad.

Porque la petite mort no es un final, sino una pausa deliciosa. Un apagón necesario en el que, por un instante, dejamos de ser para simplemente sentir.

Y al volver, traemos con nosotros el recuerdo de un instante eterno, envuelto en jadeos, sudor y escalofríos de placer.

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