No es posible tener un pensamiento racional puro sin experimentar una emoción o sin pasar ese pensamiento por el tamiz de la experiencia sensible. La emoción es parte central de nuestra interpretación del mundo. A partir de ella es que juzgamos los acontecimientos exteriores y construimos nuestros sistemas éticos y morales.
Desde que Descartes asombrara al mundo con su máxima “pienso, luego existo” ha quedado profundamente arraigada la idea de que es el razonamiento lo que nos hace humanos. Sin embargo hoy nos sobran los motivos para modificar la ecuación.
Por supuesto que las capacidades intelectuales son una de las principales características que nos distingue a los humanos de las demás especies, pero en cierto sentido todos los animales, en especial si se trata de los mamíferos, tienen algún grado de inteligencia, de la misma manera que en todos existe una fuerte carga emocional e instintiva que les permite sobrevivir en un mundo hostil.
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En el caso de los humanos la situación es la misma: además de la inteligencia poseemos una enorme carga instintiva y emocional que nos permite conocer el mundo de una forma particular.
El ser humano no lo es porque piensa, sino que lo es porque piensa y siente y resulta imposible disociar una función de la otra. En mi opinión esta gran amalgama resulta muy evidente cuando contrastamos la inteligencia humana con la inteligencia artificial. En gran medida las máquinas poseen capacidades de cálculo y ejecución con una eficacia difícil de igualar para cualquier humano. Cómo no recordar aquellas célebres partidas de ajedrez que el ordenador Deep Blue le ganó al campeón mundial Gary Kasparov. Pero aún esas victorias no hacían a la máquina superior al humano. Quizá ciertos circuitos sean capaces de pensar más rápido y preciso que un humano, pero sólo son capaces de hacer aquello para lo que fueron creadas, mientras que un humano no sólo puede inventar esos circuitos, sino que puede enamorarse, escribir un poema, navegar en un velero y cocinar un pastel de zarzamora.
Los humanos piensan todo el tiempo, pero también sienten sin interrumpir ni un solo momento ese proceso. Así, tal y como nos comenta Detlev Ganten, en su texto Vida, naturaleza y ciencia: “los sentimientos están muy estrechamente relacionados con nuestro modo de pensar, y ninguno de los dos podría arreglárselas sin el otro. […] No existe la supuesta oposición entre razón y sentimientos. Nuestros sentimientos no son enemigos, sino parte integrante de nuestro pensamiento. Sin el sentimiento no podría existir la acción racional1” .
No es posible tener un pensamiento racional puro sin experimentar una emoción o sin pasar ese pensamiento por el tamiz de la experiencia sensible. La emoción es quizá la parte principal y más importante de nuestra interpretación del mundo. Es a partir de ella que juzgamos un acontecimiento exterior o que somos capaces de construir un sistema ético y moral. Nuestra manera de ver el mundo cambia y por eso nuestros sistemas políticos, religiosos, éticos y morales se modifican también. La cultura es un producto del intelecto, pero cuando menos en la misma proporción lo es del sentimiento. Que los antepasados del hombre empezaran, por ejemplo, a enterrar a sus muertos, no es un acto exclusivamente racional, es más bien emocional y simbólico. La esencia de lo humano no es solamente la búsqueda de la perfección matemática, sino la estética, el amor, los sueños, los deseos y las pasiones en general. El deber, la lealtad, los lazos filiales no son producto de una decisión racional, sino de la carga emotiva, de las necesidades del humano por trascender, por ser aceptado, por pertenecer a su entorno y a su medio.
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“Algunos investigadores -nos dice Ganten- van un poco más lejos, y se preguntan por qué el pensar y el sentir son vistos como dos cosas distintas. Han llegado a la conclusión de que el paradigma del procesamiento de la información debería admitir una teoría unitaria del pensar y el sentir, y en general de todos los procesos mentales2”.
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1 Ganten, Detlev, Vida, naturaleza y ciencia. Todo lo que hay que saber, Madrid, Taurus, 2004, Pág. 577.
2 Íbidem, Pág. 579.
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