Contemplar en Internet una prenda femenina en uso tan incómoda como el burka, me ha causado el mismo impacto que de niña recibí con la vista del traje de novia. Hasta me soñé vestida con uno que me quedaba tan largo que necesitaba flotar en el aire para medio moverme. En ese tiempo sabía de la vida lo que se puede aprender en sólo nueve años de estancia en este valle de lágrimas.
Hasta la fecha no puedo evitar preguntarme por qué todas las prendas que son emblemáticas de la condición mujeril tienen que resultar incómodas, pesadas, difíciles de lavar y de uso paralizante al grado de que el traje de boda, por ejemplo, nada más nos lo debamos poner una sola vez por cada enlace al que asistamos, siempre y cuando nos toque el dudoso honor de ser la contrayente.
El burka existía mucho antes de que naciera Mahoma y lo usaban –lo usan aún– hombres y mujeres por igual para protegerse de las inclemencias del desierto. En esos lares están como perros y gatos desde mucho antes de que llegaran los Estados Unidos. El burka cumplía –y cumple todavía– la función de camuflaje. A la hora de raptar mujeres, como todas están enfundadas en esos atavíos que las hacen ver como fantasmas, el enemigo no puede distinguir a las jóvenes y aptas para la reproducción, de las ancianas que ya dieron lo que tenían que dar.
En Afganistán, el dicho burka fue introducido a principios del siglo XX durante el mandato de Habibulla (1901 –1919), quien impuso la obligación de portarlo en lugares públicos únicamente a las mujeres de su harén. Poco después, la aristocracia afgana imitó la costumbre palaciega y entonces pasó a ser un signo positivo de alto rango social para cualquier hombre pasear en la calle tres pasos por delante de una mujer que llevara puesto un burka.
No olvidemos que una de las funciones más importantes de una esposa –aquí y en China– es hacer ostentación de la capacidad de pago de su señor; luego entonces, como dicen por acá algunos corridos, lo que tenía que pasar, pasó y las consortes e hijas de los hombres de las clases bajas comenzaron a salir de sus casas con los burka, cual si se tratara de abrigos o chamarras.
Abandoné mi fantasía de presentarme en hábitos orientales ante el más chocante de mis vecinos y desternillarme de risa por la cara de susto que tal vez pondría después de que yo le deseara que la paz de Alá sea con él.
No es posible llegar a otra conclusión al saber que un burka pesa siete kilos, que es tan grueso en su confección –algo así como una triple cabeza de indio– que quien lo porta sin estar acostumbrad@ puede sufrir un golpe de calor que le fulmine, que hay países en Europa que multan a la gente por salir a la calle con un burka, que aquí en México no podría encontrar uno por menos de cien dólares, si es que algún vendedor de artesanías de la India o Pakistán me lo llegara a conseguir.
En fin, que los usos y costumbres que rigen la etiqueta femenina, cuando no están determinados por necesidades de la contienda, lo están por las del comercio.
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