El reciente escándalo mediático sobre la cuantiosa fortuna del otrora joven maravilla, Ricardo Anaya, resulta la gota que derrama el vaso en la sociedad mexicana dados los numerosos casos de corrupción que han implicado a importantes personalidades de la mayoría de los partidos políticos.
Los protagonistas de este último affaire están ligados íntimamente al dirigente del PAN. Su suegro, la esposa, los cuñados, los tíos políticos, en fin, toda la parentela de este político aparece involucrada en un muy desagradable asunto. De acuerdo a lo leído, El Universal prueba con datos (hasta donde parece ser) duros, un incremento muy significativo del patrimonio familiar de este aspirante del partido blanquiazul, incremento que hasta el día que escribo este texto, no ha desmentido. Desde luego, Anaya es muy listo, y antes de que apareciera publicada en primera plana la nota que lo imputa (seguramente la conoció por alguna amistosa filtración), argumentó que esta información era “fabricada” en un intento del PRI y, desde luego, el culpable favorito: la Presidencia, para amedrentarlo en cuanto a la elección del famoso fiscal anticorrupción. Incluso llegó a decir Don Ricardo, que había sido “amenazado” (primero dijo que vía telefónica, luego que a través su secretario particular, después que por WhatsApp) como parte de esta campaña para desacreditarlo. Fue desde luego una amenaza anónima. En fin… de pena ajena.
La psicología debería ser una herramienta importante en el estudio de la corrupción ya que, mientras la economía y el derecho nos ofrecen perspectivas del origen y los alcances de este problema, la psicología debería poder proveer alguna pista sobre los más profundos y verdaderos motivos de esta conducta tan común. Por mucho que nos moleste, pareciera que la corrupción es parte medular de la condición humana, y ahí esta Eva Cadena, los diezmos de Delfina, las ligas de Bejarano, Javier Duarte (que no se cuánto habrá adelgazado en su huelga de hambre, ¡que envidia!), Padrés, Granier y muchos más que lo prueban. No ha existido, a lo largo de la historia, ninguna sociedad libre de este problema. Dictaduras, democracias, monarquías y cuanto sistema político ha existido, han experimentado este terrible cáncer social, en todos los países, en todos los tiempos y en prácticamente todas las culturas.
¿Es entonces la corrupción algo inevitable?, ¿estamos condenados a vivir con ella? ¿Las conductas corruptas son inherentes al ser humano?, ¿son heredadas?, ¿adquiridas? Ciertamente, la psicología aún no tiene una respuesta clara al respecto. Hasta el día de hoy, no se ha detectado un causante genético de la deshonestidad, si esto fuera así, nos obligaría a ver la corrupción como una condena biológica inmodificable y en este supuesto, todos los corruptos cumplirían al delinquir su sentencia genética y serían, por lo tanto, inocentes. Pero sí vale la pena decir, para acercarnos a la esperanza, que (hasta donde sabemos) la corrupción es un comportamiento, una conducta, una forma de actuar y por lo tanto puede ser estudiada, prevenida y controlada. Controles, fiscales profesionales, investigaciones serias, transparencia, rendición de cuentas, sanciones (temas todos tan ajenos a muchos empresarios y políticos, ciudadanos en general, y especialmente a AMLO), son los remedios hasta hoy conocidos contra la corrupción.
Desgraciadamente no creo que será posible vivir en algún momento, o en algún lugar del planeta, sin corrupción, pero no podemos darnos por vencidos y adoptar una resignación complaciente ante la fatalidad de nuestra miserable condición humana. Desde luego compete a los abogados, legisladores, políticos y gobernantes el diseño de leyes, instituciones, mecanismos y políticas públicas que puedan funcionar como diques a estas lamentables conductas. Y a nosotros como ciudadanos de a pie nos toca predicar con el ejemplo. Para ser honestos no es necesario darse golpes de pecho, ni proclamar honestidades valientes. Nomás todos los días conseguir serlo. Y en 2018, con estos posibles candidatos… que los dioses nos cojan confesados.
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