Alguna vez me pregunté si el paraíso era una opción real para radicar eternamente.
Alguna vez me pregunté si el paraíso era una opción real para radicar eternamente. Pensaba no en querubines sino en un sitio donde pudiera experimentar mi plenitud.
Imaginé que esa posibilidad podía llevar a algo, a resolver ciertas inquietudes humanas. Encontrar el agua y sumergirme para salir purificado y poder ver las mismas cosas de otra manera.
Quería entender.
Creía que con estar ahí se abrirían una infinidad de caminos posibles para saberlo todo. Saber hasta lo desconocido. Asombrarme por lo que hoy no se nombra, por lo que existirá en miles de años, por lo que ya existió. Convivir con otras razas de tantos otros planetas y conocerlos a tal profundidad que estaría en posición de decirles: ustedes, son la misma cosa, el mismo absurdo que nosotros, y entonces reírnos como locos porque ya no importa.
Pensaba en reunir a varios extraterrestres para platicar sobre el escepticismo, y enterarme que ellos también, por mucho tiempo, nos negaron.
Recorrer el paraíso para nada era la cursilería idílica que había visto en pinturas o en relatos que me contaba mi madre. Mi paraíso, al que de alguna manera llegué a soñar, era de grandes pastizales, de un verde recién llovido junto a arroyos azules caricaturescos y un “cielo” despejado -o quizá no lo hubiera y eso que me parecía un cielo fuese solamente el universo y su vacío blanquísimo.
Ese paraíso me parecía del todo correcto. Encontraría a familiares fallecidos muchos años atrás, a algunos de ellos no los reconocería, pero se acercarían a mí y me llamarían por mi nombre, me platicarían de revoluciones, de agujeros en la tierra donde metían a las mujeres y a los niños para ocultarlos de los federales o de los revolucionarios –en las guerras, no tomar partido, es suicida, me susurró uno de mis muertos-, de colgados, de hombres arrastrados por la tierra a fuerza de uno o dos caballos. Me dirían: yo vi la revolución, yo vi a los cristeros clavando cruces en pechos de demonios. Todo desde una distancia, desde el conocimiento que salvaguarda de cualquier pena, porque aquello no volverá a suceder, no pasará, no aquí, no en el paraíso: la salvación.
Después, se marcharían porque en este paraíso no hace falta quedarse con los otros, es un constante ir y venir hasta que los deseos queden satisfechos –una especie de purificación individual eterna, pero no a la manera del purgatorio, porque no habría que purgar pecados para alcanzar la gloria -¡ya estamos en ella!- sino entender, porque no hay quién castigue ni quién nos señale, no hay nadie más que nosotros.
Quiero pensar que allí no es el presente, porque no hay esa necesidad ni esa urgencia por vivir, por hacer y experimentar que logra la figura de la muerte a la que vemos a distancia.
Y en ese lugar sin tiempo, poco a poco, entre tanto caminar, se iría entendiendo todo, como una especie de magia que actúa muy adentro, una asimilación imperceptible, como algo que se adquiere de pronto sin saber porqué.
Después, nada, ni cansancio ni fatiga ni hartazgo ni inquietudes ni preocupaciones: todo se habría resuelto. Me quedaría sentado sobre una roca altísima a cruzarme de brazos, en la completa soledad.
Estaría años repasando cada nuevo conocimiento que habré adquirido de todos los seres vivos y especies de los infinitos habidos y por haber. Estaría escribiendo en mi mente historias con toda esa información hasta que resultara monótono.
No habría más qué hacer que esperar algo, un suceso, un accidente, pero no pasaría absolutamente nada hasta ser consciente de que mi mente seguía trabajando, porque el pensamiento, a fin de cuentas, nunca se iría.
Entonces, de pronto, pensar es volver a condenarse.
A tal punto que mi paraíso comenzaría una transformación, de igual forma que todo lo que podría decirse que ocurría allí, de una manera sutil, no forzada sino líquida; es decir, como si fuese derramándose hasta ocuparlo todo, en este caso a mí, en algo mucho más nebuloso y oscuro: los recuerdos de la vida de los vivos.
El pensamiento ingobernable y libre estaría trayéndome constantemente recuerdos míos, pasajes de toda mi vida, hechos buenos y malos, hechos míos en el mundo, casi todos dolorosos; y sin darme cuenta, estaría en la punta de la roca, de pie, temblando como nunca antes, a oscuras y lleno de incertidumbre, intuyéndome fuera de ese paraíso, de ese mi paraíso, de esa salvación.
Advirtiéndome que tendría que hacerlo todo otra vez –llorando, experimentando la derrota de la vida en todas su formas-, para conseguir cierta paz, que aunque dure años, será siempre momentánea.
Entonces vuelvo al mismo sitio siempre, al mundo del que no puedo irme.
No, mi paraíso tampoco nos salva. En mi paraíso tampoco hay quién nos guíe, quién nos redima. No hay pastor que lo ilumine todo. Es siempre una cuestión de salvarse entre los que rondan: nosotros.
El paraíso, incluso en la imaginación, cae, se hunde en el interior de la necesidad –esa sed- del ser humano.
Sí, siempre está el deseo de estar en ese paraíso donde alguien nos diga que todo estará bien, que nos resuelva, que nos socorra; pero no lo hay, no en el mío ni en el de muchos.
No lo habrá.
Nos alivia imaginar a ese Dios o a ese Salvador de todos, inventarlo, darle forma y voz, vestirlo, situarlo en el centro de todo y elevarlo y otorgarle ese poder con el que anhelamos nos salve, una vez volvemos al mismo punto -una vez que de forma irremediable somos expulsados del paraíso-, al centro del mismo infierno –la realidad- del que nadie puede sacarnos, sin importar el delirio al que nos aferremos.
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