Recientemente iniciaron las clases en algunas universidades que se rigen por el calendario cuatrimestral. Ahí estaban los alumnos de nuevo ingreso, entusiasmados explicando a sus…
Recientemente iniciaron las clases en algunas universidades que se rigen por el calendario cuatrimestral. Ahí estaban los alumnos de nuevo ingreso, entusiasmados explicando a sus profesores las razones de su elección vocacional, sin sospechar que ese entusiasmo pronto se convertirá en frustración, quizá antes de que terminen la carrera, y sin imaginar que muchos claudicarán en los primeros tres o cuatro periodos. De igual manera festejaban las fiesteras de independencia, embriagados por la emoción efímera de sentirse mexicanos, libres, sin reparar en las cadenas culturales que los esclavizan.
Con la ilusión de sanar una sociedad donde probablemente ni siquiera encuentren trabajo, los aspirantes a psicología experimentaban satisfechos la catarsis de ser escuchados por otros profesionistas que no habían encontrado más alternativa que la docencia, pero que tampoco se atrevían a hacer alguna indicación sobre lo absurdo que a veces suelen ser las creencias que motivan el entusiasmo. Probablemente muchos de estos inocentes sólo estaban hilvanando la próxima frustración en la triste nulidad de sus vidas invisibles, ahogados en la ignorancia de sus verdaderas vocaciones, engañados por la noble idea de ayudar al mundo, cuando en el fondo eran ellos mismos los que estaban a gritos pidiendo ayuda.
El protocolo universitario de nuevo ingreso transcurrió sin novedad, la promesa tácita de encontrar un nuevo sentido a la vida de miles de aspirantes llenó otros tantos rostros de sonrisas que imaginaban un futuro distinto, pero igualmente desconocido.
De inmediato surgieron los rasgos, actitudes de soberbia y prepotencia entre los más extraviados, e inseguridad en los otros, más sumisos y temerosos, atrapados aún en la incertidumbre de haber elegido correctamente. Así transcurrió el día, observándose unos a otros, juzgando actitudes, motivaciones, y hasta su vestimenta y aliño personal.
¡He ahí la cuna de nuevas frustraciones y destacados pensadores!, ¿quién pudiera anticipar a qué bando pertenecer?
Igual, esa misma noche, transcurrieron las fiestas patrias, sin novedad, festejando más ser mexicanos que a México, festejando más entre familiares y amigos que a los “Héroes de la Independencia”, festejando más esa mística identidad que reune a los mexicanos que a la patria que les vio nacer; sintiéndose ajenos y semejantes, expulsados de esta sociedad que tanto decimos querer y que ahora sólo nos solaza con nostalgia, resignados entre críticas, lamento y descontento.
Sin embargo, aún quedan rescoldos de ese espíritu bravío y casi indomable que nos mantiene en pie; todavía persiste la belleza de la tierra mexicana, de sus mujeres de aguerridos corazones nobles y de grandes sentimientos; pero igualmente persiste esa falacia de futuro y libertad que nos dejó la independencia.
He ahí la cuna de esas emociones, de hartazgo, de tristeza y de violencia, de intransigencia y prepotencia, de protesta e inconsciencia, de parodia y de comedia; manifestaciones de graffiti en las paredes electrónicas de la ciudad, esculpiendo y fraguando lentamente el destino de nuestra sociedad, sazonando sin prisa la misma idiosincraca de nuestra historia, el sabor de nuestra gente, el matiz de nuestro país.
¿Dónde se pierden los ideales, cuándo confundimos los valores? La virtud se extingue, el anhelo se difumina, y el futuro se reduce, mientras observamos impotentes cómo entre nuestros dedos se nos va la historia. ¡Bendita evolución!, había más civilidad y honor en la Atenas de la antigua Grecia en el siglo V a. C, que hoy en la Ciudad de México.
Seguimos siendo individuos, la nacionalidad nos reune, pero no nos funde. Bastan unas palmaditas para tranquilizar al inconforme fatuo que levantó la voz, una promesa de futuro para apaciguar al estudiante intranquilo, y una fiesta para enterrar el descontento social, una gran fiesta, para enterrar el descontento nacional. ¡Viva México!
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