Un cuento de Navidad

Hechos reales para un cuento histórico.   Hechos reales para un cuento histórico Con el viejo auto Graciela modelo ’59, de motor a dos tiempos, que inundaba la ruta de humo y a nosotros de calor, como...

19 de diciembre, 2017
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Hechos reales para un cuento histórico.

 

Hechos reales para un cuento histórico

Con el viejo auto Graciela modelo ’59, de motor a dos tiempos, que inundaba la ruta de humo y a nosotros de calor, como todos los 24 de diciembre marchábamos 80 km por la angosta Ruta Nacional N° 9 a la casa de la abuela Margarita. Mi papá manejaba, mi mamá llevaba en su regazo, custodiándola como a un tesoro, la bandeja con tres pan dulce. Los había elaborado con el agua de azahar para su aroma y el extracto de malta para su color y su gusto, que me hacía comprar como todos los años en la Farmacia Muñoz, tan antigua como la pequeña ciudad pampeana. Yo iba atrás, primorosamente vestida, con mi hermano cuatro años menor que preguntaba todo el trayecto cuándo llegábamos.

La casa de la abuela, reducida, humilde, con esa resignada dignidad que daba la pobreza por aquellos tiempos, era capaz de agrandarse para cobijarnos a todos. Sus siete hijos, sus nietos, sus bisnietos. Llegábamos todos los 24 con nuestra carga de risas, abrazos, esperanzas, comidas, bebidas, regalos. Los ravioles caseros hechos por mi mamá para el 25. El hielo comprado por el tío Chiquito en la vieja Schlau para enfriar la bebida en la pileta de lavar. La sidra y los turrones que eran económicos en esos tiempos y muy usados por las costumbres que aún permanecían de la Europa que nos había colonizado de inmigrantes. Nos esperaba la sonrisa dulce de la abuela, su andar calmo, su eterno rodete plateado por las canas, su voz de tono fuerte pero apacible, el patio con mosquitos que nos obligaba a usar repelente o a quemar pan para ahuyentarlos. Y el arbolito de Navidad, austero, lleno de plumas, con sus adornos que había que cuidar porque eran de vidrio y se rompían, con cintas de algodón amarillas y blancas que acompañaban a la abuela desde su niñez, recién llegada del Imperio austro–húngaro. ¡Cómo me embelesaba el árbol de la abuela! Tenía el encanto de esas cosas entrañables que aparecen en un momento de la vida para permanecer, que se meten en nuestros sentidos y nuestros palpitares. Y el árbol tenía una mágica punta dorada, señera cual faro, orgullosa de estirpe. Los primos éramos capaces de pasar horas mirándola, imaginando historias, como si ese alto remate del árbol condensara los misterios de la Navidad.

La casa era de pasillo. Cerca de las doce de la noche del 24 a los chicos nos mandaban a la vereda para esperar al Niñito de Dios –todavía Papá Noel con sus ropas poco adecuadas para el extremo calor del hemisferio sur no había aparecido-, jugábamos con las estrellitas encendidas para convocarlo y nos sentábamos en el umbral pensando con ansiedad que estaba pasando escondido por debajo de nuestros pies a dejarnos el regalito. Todavía recuerdo esa extraña mezcla con la que me lo imaginaba, mezcla de esa cabellera larga del Cristo de las fotos y de ese niño del pesebre, nunca supe realmente cómo imaginarlo. Tal vez en esa extraña imagen desplazándose quién sabe por dónde, estaban todas mis dudas…

A las doce, los mayores brindaban y los primos estrenábamos los juguetes: el trompo de lata de colores con sonidos, el jeep loco, los jueguitos de té, el juego de la oca o de ludo, alguna pelota, alguna muñeca.

Después del brindis, escuchando las voces de los tíos más adultos aconsejando que tuviesen cuidado, los más jóvenes arrojaban al cielo cañitas voladoras encendidas o prendían una rueda de fuegos artificiales de colores que habían amurado al viejo plátano de la vereda. A veces preparaban detonadores que estallaban al paso del viejo tranvía por las vías de la esquina o le cortaban el cabo a las cañitas transformándolas en buscapiés, que nos causaban terror a los niños y aprensiones a los padres.

Muchos 25, por la tardecita, la fiesta finalizaba con la asistencia de los hombres a la Choppería del alemán, donde, según ellos, se bebían los chopps más ricos del mundo. ¡Cómo se ofendía mi hermano porque con sus escasos años no lo incluían en ese mundo de hombres!

Era la Navidad de 1965. Una más entre tantas. Yo había terminado mi cuarto año y debía en el ciclo lectivo siguiente cursar el último para recibirme de maestra –por ese entonces el título correspondía al nivel secundario-. Con mis diecisiete años era una joven chispeante, simpática, llena de sueños, todavía en esa transición del príncipe azul al hombre de verdad, de las idealizaciones al verdadero amor hecho de pasiones, frustraciones, compañías, realidades. A la fiesta fue Ricardo, un primo de un primo, que acababa de perder a sus padres en un accidente y sólo era un cuerpo vencido por el dolor y unos ojazos esplendorosamente negros que nos miraban a todos tratando de tragarse una vida nueva que debía construirse. Enseguida afloraron en mí los sentimientos muy comunes en las muchachas de esa edad, entusiasmadas con un joven atractivo e impulsadas por deseos de protección, por la necesidad de dar apoyo, felicidad, seguridad, a un alma que sufre. Y lo conquisté, o tal vez en ese momento sólo me aceptó para disminuir su soledad, para sentir que alguien con calidez estaba a su lado. Estuvimos juntos toda la celebración, lo incluí en todos los ritos, le anticipé saludos, comportamientos, actitudes con algunos de los tíos con los que no era fácil congraciarse.

Finalizada la celebración, volví a mi casa con una sonrisa, con la piel florecida, con los sueños encendidos. Pensaba que la eterna Navidad de la abuela me había traído ese año momentos distintos. Que mi alma de mujer estaba empezando a brillar. Que tal vez ya era hora de alejar rituales de casi niña e ir introduciéndome al mundo de los adultos.

Lo que no sabía, que ésa iba a ser la última Navidad con la abuela Margarita, que la iba a perder para siempre el día que me entregaron mi título de maestra. Pero que ésa, mi última Navidad en la casa pequeña con el árbol de esferas de vidrio y las cañitas voladoras, me iba a dejar a Ricardo, mi marido, el padre de mis hijos y mi compañía para mimar los nietos. Esos nietos en los que estamos tratando de recrear el espíritu que la abuela supo propiciar en nosotros, para que la Navidad nos arda para siempre con su fuego europeo y su unión familiar, en estas tierras australes de Argentina.

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