Ya no sé qué hacer con tantos sueños feos, como llamaba yo a las pesadillas cuando era algo más joven que hoy. Me asaltaban con…
Ya no sé qué hacer con tantos sueños feos, como llamaba yo a las pesadillas cuando era algo más joven que hoy. Me asaltaban con inusitada frecuencia, pero el niño que fue este dormilón escribidor siempre tenía el consuelo inmediato de gritar “¡Mamá!” y al punto acudía ella a atender mi nocturnal pesadumbre.
Ya sin ese recurso cálido y entrañable, hoy mis pesadillas tienen tufo político. Narraré mi última, que tuvo un final súbito. Mas no quiero adelantarme a tan oníricos acontecimientos.
Hoy soñé con un mundo feliz: en mi ciudad, la única solución disponible para el transporte público y admitida por la muy H. y muy eficaz autoridad de “movilidad” (así la llaman, tengo entendido) eran tres cosas: el sardinesco, sudoríparo, chocador y peligroso Metro; los modernísimos y confortables taxis, con indispensable encomienda a San Miguel Arcángel para no ser asaltado; y los imperecederos peseros y camiones urbanos, notorios por su impecable respeto a cualquier norma de limpieza, contaminación, reglamento de tránsito o práctica de civilizada convivencia con el ciudadano que comparte con ellos las calles.
Esa es la completa y feliz solución permitida por un régimen que tiene la facultad legal de conceder (concesionar, la llaman) servicios de transporte. En la señera práctica virreinal de la concesión, el muy H. Gobernante (a su virreinal arbitrio, aire, conveniencia, capricho o moche) concede o no concede a pérez unas placas de taxi. Y le ordena cuánto cobrar. Claro, sólo el gobierno es capaz de ordenar el transporte, cosa evidentísima en lo bien ordenado que está.
¡Oh benignidad de la revolución institucional y de la revolución democrática! Qué mundo tan alegre y eficaz, si cualquiera prefiere dejar en casa el coche para utilizar servicios tan preclaramente organizados y admirablemente ordenados y supervisados por la Autoridad de Movilidad que ejerce la rectoría estatal sobre el transporte. Gracias a tan cómodos, seguros, veloces y eficaces taxis, camiones, peseras y transporte colectivo, todos preferimos dejar en casa el coche. (No sé por qué cada día haya más coches privados en las calles; seguramente son un montón de necios que no conocen el maravilloso transporte público que ordena el GDF.)
Pero allí comenzó la parte fea de mi sueño: apareció un advenedizo que ofrecía servicios de chofer en coches nuevecitos con aire acondicionado y vestiduras impecables, pago predeterminado vía tarjeta de crédito, acceso en minutos vía GPS desde el celular, seguro y eficaz, y que la gente empezó a demandar. ¡Y dejaron su coche en casa, a pesar de tener a su alcance los grandiosos servicios concesionados por el GDF! ¡Inexplicable!
Había que impedir en el mercado de transporte eso feamente llamado Uber, que estaba siendo demandado por antipatriotas a quienes no les importaban los derechos adquiridos por los gremios enchufados al órgano burocrático de movilidad del GDF y a su partido. Y eso, ¡¡¡eso!!! es inadmisible. También es inadmisible (aunque de menor gravedad que la falta de gremios, sindicatos y organismos corporativos asociados a la estructura piramidal del PRD) la falta de garantías de seguridad que brinda la misma autoridad de movilidad: ella garantiza también orden, buenas condiciones mecánicas, seriedad con las tarifas, pago cómodo, oportunidad, seguridad, limpieza y cortesía que cualquier usuario del servicio de transporte puede constatar. Si es ubérrima, generosa, abundante, la oferta de transporte, ¿para qué Uber?
Ante las impecables condiciones del transporte concesionado por el GDF a organismos gremiales asociados al PRD como antes lo estuvieron al PRI —con estándares de clase mundial propios de Suiza o Noruega— es inexplicable que alguien esté dispuesto a pagar un poco más por Uber. Ello basta para que todo patriota impida que, por algún motivo o pretexto, pueda elegir Uber. Ultimadamente esos clientes están engañados; no es verdad que Uber aventaje en orden, calidad, seguridad, puntualidad, limpieza, etcétera. Y aunque la gente lo demande aduciendo que es libre para hacerlo, esa libertad no está concesionada por el GDF. ¡Fuera Uber! ¡Apoyemos a los manifestantes taxistas que se pronunciaron patrióticamente contra el libre acceso al mercado! ¡Sólo el GDF es capaz de ordenar el transporte, y además a los dueños de Uber no les interesa el orden ni la seguridad ni les importa satisfacer a sus clientes! ¡Sólo el gobierno sabe lo que al ciudadano le conviene! ¡FUERA UBER!
En esas razones andaba cuando de repente me despertó un estentóreo grito: “¡Momeeeeeeeeento! ¡La cosa es cal-ma-da!” Emergía de su tumba el inmortal Clavillazo.
Agradezco su intervención, que me evitó perder en definitiva mi precaria cordura. Gracias, sensato, corriente y vulgarísimo artesano de la risa, que con sus manos que hablaban, formó parte de aquella mi infancia.
Por ello narro lo que soñé, hasta tan feliz interrupción. Evoco mi ensoñada desgracia así como lo hizo el único sobreviviente del ataque mortal de la ballena blanca Moby Dick: un solitario escribidor narra desgracias, como hizo aquél marinero. Acá lleva a grandes desgracias la falta de libertad económica de este régimen de privilegios y excepciones corruptas en complicidad con el poder del Estado (mercantilismo) al que demasiados despistados llaman capitalismo.
El capitalismo defiende la libertad de acceso al mercado, antepone la soberanía del ciudadano a la del gobierno, y también sujeta a la libre demanda o rechazo del cliente, al productor que ofrece lo suyo en un mercado abierto y sujeto a leyes, no a rectorías burocráticas.
Pero esas pulgas no brincan en nuestro petate. Aquí lo único que de veras existe son las pesadillas y no ese verdadero capitalismo…
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