Tijuana, su transporte y la aventura

Los conflictos con el transporte público cobran fuerza todos los días… Los conflictos con el transporte público cobran fuerza todos los días: los que exigen porque son sindicato, los que discuten porque son independientes, los que se esconden porque son...

15 de septiembre, 2015
calafia

Los conflictos con el transporte público cobran fuerza todos los días…

Los conflictos con el transporte público cobran fuerza todos los días: los que exigen porque son sindicato, los que discuten porque son independientes, los que se esconden porque son clonados, los que se enojan porque tienen unidades viejas y las autoridades que se callan porque ya no saben de qué manera poner orden.

En Tijuana hay taxis colectivos o de ruta, taxis libres, microbuses o “Calafias” y camiones que se adquieren la mayoría de ellos en Estados Unidos, y son autobuses reciclados de las escuelas. Cada uno tiene su historia, su concesionario y parece que también, cada uno tiene su propio reglamento porque cada quien hace lo que quiere.

Como cosa de rutina, la precepción de los usuarios que se transportan todos los días y la mía es muy diferente porque utilizo el transporte pocas veces por semana y en diferentes horarios, también me subo sólo para escuchar conversaciones ajenas y encontrar anécdotas o historias cuando no se me prende el foco para escribir. Entonces los conflictos y pleitos entre concesionarios y autoridades en realidad no me interesan tanto como para investigarlos y escribir una crítica sobre ellos, prefiero ir directo a las aventuras que se suscitan y que quienes viajan todos los días ya no ven.

En Tijuana no existen las paradas o lugares específicos para subir o bajar pasaje, se detienen en donde sea, donde el pasajero quiera, para bajar se escuchan cosas como: “en la ferretería”, “pasando el semáforo”, “en la clínica”, “en las hamburguesas”, “en el mercado”, “en la farmacia”. Nunca “en la esquina” y jamás “en la parada” como debería de ser, y es porque el espacio reservado para ello siempre está ocupado como estacionamiento. En una ocasión pedí bajar “en la parada” y el chofer me preguntó "¿En dónde?". Tuve que buscar cuál negocio estaba en su lugar -“en la taquería”– dije.

Hay tantos camiones y taxis en todas las calles y avenidas que si uno se para en la esquina y levanta el brazo para hacer la parada, se detienen al menos 5 de ellos. Si uno está parado en la esquina para cruzar la calle, cada taxi bajará la velocidad y sonará el claxon como avisando que ya llegó; a todos se les tiene que hacer la seña “no quiero”, de no ser así, se quedan esperando a que uno se suba.

He escrito historias de muchas hojas o unas líneas que describen un momento, como el que me sucedió hace poco, que al subir escucho la risita de un bebé, el cual en cuanto me vio agitó su manita "¡Hola!". Seguí hacia el fondo buscando lugar, una señora le pidió a su hijo que me dejara su asiento -"si ella no está viejita"- le contestó. "Gracias" –dije- y yo que pensé esta mañana que sí, que ese par de sonrisas eran solo para aminorar el viaje que seguía:

Horrible camión, los asientos diminutos inclinados hacia abajo, imposible no resbalar y en el intento por no caer sentados en el suelo llevábamos los pies en puntas y las manos en el asiento de adelante. Todos haciendo el mismo equilibrio mientras que los frenos del camión recién ajustados -quiero creer- porque el hombre al volante los pisaba cada cinco segundos. Estuve a punto de sentirme enojada cuando la siguiente frenada nos echó a todos al frente, vi las cabezas todas en perfecta sincronía, no podía ser de otra forma, empecé a reír. Siguiente frenada y otra y otra y todos al ritmo, atrás-adelante, atrás-adelante. Un pasajero que sí perdió la calma y gritó –"¡Ora’, no traes bueyes!"-. El chofer lo buscó en el espejo retrovisor y el compañero de asiento de quien gritó dijo –"Pos’ quien sabe compadre, mejor ni diga"-. Entonces entre las risas escondidas de todos y el continuo baile de cabezas me di cuenta que mi bajada era tres cuadras antes, y de todas formas llegué a tiempo.

Y no todo en los taxis y los taxistas es malo, aun cuando me he subido a ellos en versión contenedores de basura, cajas de herramientas, restaurantes ambulantes, choferes que creen que transportan ganado, al final siempre he llegado sana y salva a mi destino. En una ocasión me sorprendí gratamente, en un taxi Ruta 2 hacia Playas leí un letrero pequeño con letra manuscrita muy bien hecha encima de una cajita a manera de alcancía: “Pasaje pendiente, si gusta agregar a su pasaje un peso más o doble tarifa, le ayudará a pagar el pasaje a un estudiante o a una persona mayor. Soy honesto. No cubre borrachos o vagos”. Deposité mi parte pensando que alguien pudiera llegar a su destino, quisiera encontrarlo de nuevo para tomar el número de taxi, una foto de su letrero y felicitar como corresponde.

La modalidad de microbús también llamado "Calafia", como la Reina de las guerreras amazonas de la Isla de California, el color oscuro brillante de sus pieles, el orgullo en sus negras cabelleras y la fuerza de sus cuerpos, es parte de la leyenda que cuenta Garci Rodríguez de Montalvo en su novela “Las sergas de Esplandián” escrita alrededor de 1510.

Arriba de ese desvencijado camión no se puede evitar recordar la leyenda y se me antoja inventar que la historia descansa en los cimientos, piedras, muros y vientos del Hotel Calafia enclavado en los cerros que enfrentan el mar de la Baja California y que para llegar al Reino escondido había que emprender un trayecto de cielos y mares a través de las veredas inhóspitas de la costa en un transporte igualmente regio, único y muy exclusivo. Por supuesto había que bautizar al medio de transportación y su ruta, Calafia la Reina Negra, Calafia el Hotel y Calafia también ese elegante furgón.

Creo que aquel transporte sigue siendo hasta hoy, ¡el mismo! con todos los años encima acumulados en los asientos y la basura amontonada a través del tiempo en los rincones. Parece que la historia se disipa en el momento en que uno decide sucumbir ante la necesidad de atravesar la ciudad a bordo de una destartalada, triste y apesadumbrada Calafia. Al menos podrían cambiar de nombre para no olvidar la leyenda de hermosas amazonas y reinas, cuando al subir me veo inmersa en un contenedor de basura con el Ecoloco como chofer, y el letrero de “Lanzadera de Calafias” anuncia que de aquello, no queda más que un libro también olvidado en el tiempo.

En uno de mis paseos de tramo corto, en uno de los camiones escolares reciclados, se subió una mujer ataviada con una blusa de lentejuelas amarillas brillantes y un pantalón azul eléctrico; recorre el camión hasta atrás con pasos muy “sensuales”, muy coqueta ella sonriéndole los pasajeros. De pronto empieza a cantar, terriblemente entonada, su cara se ponía morada, por el esfuerzo gritaba casi, no se sabía la letra de las tres canciones con que nos deleitó.  Se afianzaba del tubo de arriba y bailaba, seguía cantando, después nos declamó una poesía que con seguridad se inventó en el momento, una letanía de tiempos y dolores y dijo que para despedirse, nos regalaría una última canción a cambio de una moneda limpia. Mal entonó y bailó Azúcar Amargo, hizo reverencia y agradeció.

Los pasajeros buscaban la “moneda limpia” para retribuirle su actuación mientras, una pequeñita sentada junto a su mamá se paró, juntó sus manitas, aplaudió y su vocecita gritó "¡Bravo!". Acto seguido, nos miró a todos y preguntó: "¿No le van a aplaudir a la señora?", y así obedeciendo, nos hizo aplaudir a todos.

Que del desorden en las calles y los camiones se encarguen las autoridades, porque de las anécdotas y las aventuras sin querer, se encarga la gente.

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