Tal vez, uno de los lugares de la tierra en donde el hombre todavía puede sentirse enteramente feliz es en un café, hablando, leyendo un libro u hojeando anárquicamente el periódico.
Tal vez, uno de los lugares de la tierra en donde el hombre todavía puede sentirse enteramente feliz es en un café, hablando, leyendo un libro u hojeando anárquicamente el periódico. Ignoro si la felicidad es un deber. Leí en alguna parte —o tal vez lo imaginé—, que los momentos más felices de nuestras vidas son aquellos donde no pasa nada, ni bueno ni malo. En lo personal, esos instantes de inadvertida felicidad me han llegado casi siempre durante algún viaje o sentado en la mesa de algún café. Ningún político, de izquierda, centro o derecha y, por supuesto, ningún gurú, podría ofrecerme algo que pudiese otorgarme semejante grado de felicidad. Antonio Muñoz Molina, uno de los mejores escritores españoles que existen y un escrupuloso anatomista del instante, escribió en esa gran novela híbrida que es Ventanas de Manhattan un capítulo relacionado con los cafés que visitaba en Nueva York. «En el café la vida es descansada y lenta, casi gratuita». A caballo, entre la novela y el ensayo, hace una descripción muy poética de cómo podía pasar más de dos horas sentado en la mesa de un café sin que nadie le reprochase el tiempo que transcurría sin consumir más y, cómo podía también comprar el diario New York Times o, simplemente, tomarlo de una mesa vacía donde otro cliente lo había dejado, ahorrándose los setenta y cinco centavos de su costo. En el mundo moderno, donde se nos cobra hasta por respirar, la observación de Muñoz Molina es pertinente. Por otra parte, le parecía que del otro lado de los ventanales de los cafés, la ciudad era agresiva y la vida inmisericorde y áspera, a diferencia de lo que ocurría en los límites de los locales donde vendían café, donde se sentía en completa seguridad. De los cafés también podría decirse algo similar a lo que Roberto Bolaño, el escritor de culto chileno, escribió sobre las librerías: «Todos tenemos el café que nos merecemos, salvo los que no tienen ninguno». De mis días vagabundos en la ciudad de México, lo que recuerdo con mayor alegría, son las tardes que pasé en aquellos cafés que frecuentaba en La Condesa, en Polanco y en Coyoacán. Creo haber pasado más tiempo que en ningún otro lugar, en el de la librería Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica, rodeado de aquel universo inagotable de libros que podía leer sin que nadie me obligase a comprarlos, aunque siempre terminaba por comprar alguno para agregarlo a mi larga lista de libros que quería tener, aunque muchos de ellos no los leyera hasta mucho tiempo después o nunca. En 2009, cuando llegué a Bélgica, lo primero que hice fue echar raíces en un café de la Grand Place de la ciudad de Mons. También visité dos de los más emblemáticos cafés de Bruselas, donde Carlos Marx, por cierto, escribió una parte de su obra. Los establecimientos donde se beben café y otras bebidas ha tenido una interesante evolución histórica. Si bien, en un principio, en los siglos XV y XVI, en La Meca, sus mesas fuesen ocupadas sólo por hombres sabios, místicos y religiosos, con el tiempo y después de haber sufrido una persecución ─hacia mil quinientos y tantos, las autoridades religiosas pensaban que estos lugares robaban tiempo a la religión─ abrieron sus puertas para personas cada vez más diversas. Durante muchos años los cafés se convirtieron en las ágoras de la modernidad, donde los pensadores se mudaban para practicar la filosofía en medio de la gente. Actualmente, son significantes espacios de la vida pública, social y cotidiana, y lugares favorables para el pensamiento, en la vida moderna. Pero a lo que yo intento aproximarme es a una idea, muy modesta, de la experiencia individual que consiste en entrar en un café para hacer una pausa en el día y pasar tiempo tan sólo siendo o, dicho de manera más pretenciosa, cobrando cierta conciencia de la dimensión humana o del ser, esa palabra tan difícil de definir y, sobre todo, de conocer. Con los años he tenido que reinventar mi forma de estar en el mundo. Mi lucha por la existencia consiste en salir a caminar después de la lluvia, olfatear la hierba húmeda y llenar de aire mis pulmones; pasar por el pequeño cine del barrio y sentirme atraído por una película de la cartelera que, de pura casualidad, está por comenzar; sentarme en un café para charlar con mi mujer o para estar solo y leer un libro. Manuel Vicent ya lo escribió mucho mejor de lo que yo podría hacerlo: «Al final de todas las religiones y filosofías, en medio de tantos dioses, héroes y sueños, resulta que la vida no es sino un conjunto de chismes y un nudo de aromas, una pequeña costumbre cuyos pilares tan sólidos son de humo y salen de ciertas tazas frente a las cuales uno ha sido feliz».
Foto: Edouard Boubat, Saint-Germain-des-Prés, 1953.
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